Alodie
—¿Alodie?
Levanto la cabeza de mis brazos y entrecierro los ojos ante la luz. No sé cuánto tiempo pasó desde que me bajé del superauto de la supermodelo, pero he superllorado tanto que duele la garganta y siento un supertirón en el cuello por estar encorvada sobre mí misma. Me sorprende que los reporteros no me hayan encontrado hasta ahora.
—¿Vinca? —pregunto insegura.
No es una periodista, es mi clienta.
Mi mejor clienta.
Aunque paró el coche en medio de la calle, el motor sigue rugiendo. Hace un ademán al asiento del copiloto.
—Vamos, cariño, sube.
Me limpio la nariz con la manga de mi camiseta y rodeo el vehículo corriendo. Es un auto viejo pero bien cuidado, del color de los tomates enlatados y que huele a menta. No tengo fuerzas para pensar que Vinca quiere increparme de la misma forma en que lo hizo Sadie y me dejo caer en el asiento con cansancio.
La mano de la mujer alcanza la mía y le da un apretón sobre mi muslo.
—Iba de camino al supermercado cuando vi cómo te acosaban esos reporteros. —Empieza a conducir—. Lo siento. Lamento lo que te está haciendo pasar Gareth.
Es la primera persona que no me trata como cómplice de un crimen horrible. Le devuelvo el apretón antes de lanzar un chillido cuando algo blanco aparece frente a mi rostro desde el asiento trasero.
—¡Tamara! —la reprocha Vinca por alterarme.
La mano se retira y echo un vistazo sobre mi hombro. Hay una adolescente sentada ahí: menuda, pálida, de cabello negro extremadamente corto y unos ojos cafés demasiado grandes para su rostro, igual que sus orejas perforadas.
La muchacha no se disculpa. En su lugar, vuelve a levantar el pañuelo. Lo tomo y asiento agradecida.
—Sus hijos adquirieron su falta de modales —dice la conductora por lo bajo, más para sí que para nosotras, resignada. No entiendo.
Le lanza una mirada a la chica a través del espejo retrovisor mientras me limpio la nariz, incómoda. Tal vez debería haberme quedado en la calle.
—Estoy bien —aseguro para restarle importancia—. Un susto no es nada comparado a toda esta locura.
—En eso tienes razón. —Se detiene en un semáforo. El estacionamiento del supermercado se ve a dos cuadras—. Si hubiera sabido que salías con él te habría…
—No salíamos. Le di trabajo.
Vince me observa con el ceño fruncido. Luego, su frente se relaja, pero las arrugas alrededor de su boca se acentúan cuando hace una mueca.
—¿Por eso fue a mi casa? ¿A llevar los libros?
Ahora que lo pienso, tiene sentido. Gareth dejó todos los paquetes en las puertas de las casas de los clientes. Jamás tuvo que interactuar con ellos y por eso era el labor perfecto para él. Así, nadie lo reconocería. Las excusas de por qué no quiso ir a una cafetería, no entró al hospital a reclamar sus llaves o escogiera a una playa alejada de la ciudad cobran sentido.
—¿Por qué otro motivo iría? —Doblo el pañuelo y me limpio debajo de los párpados, esperando que la mucosidad no rompa el papel.
—Porque es su hijo. —La adolescente habla por primera vez—. Y mi hermano.
—Medio hermano —corrige la mujer con dureza.
Me dejo caer en el asiento, derrotada. Ellas vuelven a tener una conversación silenciosa y poco amigable a través del espejo retrovisor.
Esto no puede empeorar. No puede tener menos sentido.
Nadie dice nada por las dos cuadras que nos toma llegar al supermercado. El estacionamiento está casi desierto cuando el coche se detiene.
—Alodie…—Vinca, la que creía que era una dulce mujer de los suburbios que se la pasaba encendiendo velas y leyendo libros en la monotonía de una vida agradable, ahora resulta la madre de una estrella internacional acusada de violación—. Nada de esto es tu culpa. No lo sabías, no había forma de que lo supieras. Lamento que él haya convertido tu vida en un infierno. Últimamente es lo que mejor hace, pero Dios lo castigará por todas sus decisiones. La prensa se olvidará de ti y, antes de que te des cuenta, todo volverá a la normali… —promete, pero es interrumpida por el portazo que da Tamara cuando se baja del coche. Vinca cierra los ojos un segundo. Inhala y vuelve a abrirlos. Su mano encuentra la mía—. Vamos a esforzarnos para volver a esa normalidad, ¿sí? Acompáñame a hacer la compra. Te calmará hacer algo rutinario.
Al principio, no quiero ir. Temo que en el segundo donde pongo un pie en el asfalto una horda de periodistas se me abalance. O, peor, que mis piernas no sean capaces de sostener mi peso y me derrumbe como luego de bajar del auto de Sadie.
Sin embargo, mi cuerpo se mueve en piloto automático. Vinca entrelaza su brazo con el mío y me guia a la tienda, donde Tamara nos espera. Dentro de mi cabeza hay un huracán de categoría cinco. Las preguntas vuelan en círculos: ¿Gareth sabía que su madre me compraba libros? ¿Por qué no estaba enterada —y aparentemente nadie lo está— de que Vinca tiene un hijo famoso? ¿Por qué Lyon lo defendió al decir que no debía creerle a la prensa pero esta mujer habla como si lo odiara? ¿Por qué su otra hija parece estar del lado de Gareth? ¿Los miedos de Marine tienen fundamento? ¿A quién debo creerle?
¿Por qué él no negó violarla?
En el pasillo de los enlatados, Vinca nos dice que irá por otro changuito porque el que tomó tiene una rueda a la que le falta aceite y se traba en las desgastadas baldosas de mármol. Asiento y observo alrededor, agradecida de que las pocas personas que pululan estén enfrascadas en sus propios pensamientos.
—No deberías escuchar a mi madre.
Miro a Tamara, que nos ha pisado los talones como si fuera nuestra escolta o nuestra esclava.
—¿Y a quién debería escuchar? —pregunto sin rodeos—. Si el mundo entero está gritando algo y eres el único que lo ignora, ¿no estás equivocado?
Toma una lata de tomates de la góndola e inspecciona la etiqueta.