Alodie
—No veo ningún pingüino —dice Carly.
—Tu padre no viene acompañado de un pingüino —repite Marine por tercera vez.
La niña la ignora y sigue buscándolo entre la multitud. Está parada sobre un asiento, con una mano en la frente como si el sol le irritara los ojos a pesar de que estamos bajo techo en el aeropuerto.
—Tampoco hay osos polares con pasaportes en la mano —sigue.
—Pagaría por ver a Fabricio de la mano de un oso polar —susurro a Ine, quien murmura «amén» sin dejar de mecer a Jones entre sus brazos. Me aclaro la garganta antes de hablarle a Car imitando la seriedad en su tono de voz—: ¿Tampoco hay focas a la vista?
Sus coletas se sacuden de un lado al otro cuando niega con la cabeza.
—¡No sé para qué trabaja en el ático si no vuelve con una foca! —se queja.
Ninguna la corrige. Aunque Fabricio trabaja en el Ártico, que piense que su papá saca focas del ático es muy gracioso… Bueno, excepto que lo mires desde la perspectiva del cautiverio animal.
—¿Por qué no se lo preguntas tú misma? —Sonrío al verlo de espaldas.
Reconocería ese cabello de científico loco en cualquier sitio. Es idéntico a Carly cuando se levanta por las mañana: una maraña de pelo, pero con anteojos de marco grueso y mucha falta de vitamina D.
—¡Papá! —chilla la cría, saludando y saltando con euforia—. ¡Papá, estoy aquí!
El sujeto voltea. Mi sobrina salta del asiento y echa a correr hacia él, quien se pone en cuchillas y abre las brazos, sonriendo como si fuera el hombre más feliz del mundo.
Cuando su hija lo abraza estoy segura de que lo es.
La alza y cierra los ojos unos segundos. Me cruzo de brazos y, contenta, observo cómo inhala hondo, hasta que el champú a manzanas de Carly le asegura que esto no es un sueño, sino que volvió a casa. Es real.
Entonces comienza a caminar hacia nosotras. Sus ojos se llenan de lágrimas y debe levantarse los anteojos para secarlas con el dorso de su mano libre. Desearía que Marine pudiera verlo, pero me reconforta que pueda oírlo. Reconocería sus pasos en cualquier lugar del mundo, sobre cualquier superficie y cualquiera sea la cantidad de bullicio a su alrededor. Por eso se gira para en su dirección, esperándolo mientras reprime una sonrisa, con Jones revolviéndose entre sus brazos.
—Papi, ¿por qué no trajiste ningún pingüino contigo? —pregunta Carly, todavía aferrada a su cuello—. ¿O lo tienes escondido en la valija?
—Tu madre me mataría si trajera un Spheniscidae para la casa —le explica, pero sus ojos están en Ine, absorbiendo cada detalle de ella con dulzura.
—¿Y si te mata conservamos el pingüino o él se va contigo? —insiste.
—Se queda —responde Fabricio, al mismo tiempo que Marine contesta «se va».
—No llevas aquí más de un minuto y ya me estás haciendo enojar —le reprocha mi hermana.
Las comisuras de Fabricio se elevan y ahueca con su mano libre la mejilla de su esposa. Marine se inclina hacia el tacto y cierra los párpados. Una inhalación temblorosa basta para exponer cuánto la emociona que haya regresado.
—Te quiero presentar a alguien —le dice, antes de advertirle con una risa colapsada a causa de las lágrimas:—. Te dije que tenía tu nariz. Es un maldito tucán.
El hombre deja de acariciar el rostro de Ine y aparta la manta para ver por primera vez a su hijo. Cuando lo hace es como si fuera tan afortunado como para contemplar la forma física del amor. Es como si desconociera cosas y pusiera sus ojos en ellas, las escuchara, las saboreara o las sintiera por primera vez también: halla un arcoíris y oye el océano, degusta el glaseado de naranja y siente el sol sobre la piel; contempla el aletear una decena de mariposas y escucha su canción favorita, endulza el té con miel y es arropado por la suavidad de mil manos cuando el bebé envuelve con la suya uno de sus dedos.
—Un tucán precioso. —Los ojos del hombre vuelven a cristalizarse y apoya su frente contra la de su mujer, echando a llorar sin poder evitarlo.
Creo que el amor es eso: descontrol. Ser incapaz de decidir qué piensas, qué sientes y, a veces, incluso qué haces. Por ese motivo asusta tanto. Por la misma razón lo anhelamos. Te libera para ser una versión de ti que camina con el corazón en la mano, dispuesta a ver colores. Sin embargo, si marcha mal también puede encerrarte en el dolor de quien ve la vida en blanco, negro y un devastador gris. Tiene la habilidad de destruir y reconstruir por igual, pero estás a merced del destino. Nunca sabes qué hará.
Y, a pesar de todo, te entregas a él de la misma manera en que fuiste entregado al mundo: sin pedirlo. Es inescapable.
Cada persona decide si odiar o estar agradecido por eso.
Hoy, mi familia está agradecida.
—Hola a ti también, loba. —El científico hace un ademán con el mentón para que me acerque y Carly estira su mano hacia mí para que me una al abrazo grupal.
—Los números están más parejos, ya no serás un hombre contra tres mujeres —digo antes de reconsiderarlo—: Si es que no contamos a la nana, claro.
—¿Oíste eso? —le susurra a su niño—. Estamos cerca de la igualdad de género en la casa gracias a ti, Jones.
Emprendemos el viaje de regreso oyendo las aventuras congeladas del vampiro. Lo dejamos sentarse atrás, entre la silla de Carly y la de Jones. La niña no se despega de él y el bebé se muestra curioso, pero tranquilo, como si intuyera que el hombre es aliado y no enemigo.
Veremos si piensa lo mismo cuando se percate de que debe compartir las bubis de mamá.
Marine les sonríe desde el asiento del copiloto, oyéndolos con atención y redirigiéndome la sonrisa mientras conduzco a través de la autopista y zigzagueo por las calles de la ciudad tarareando las canciones de la radio. Cuando llegamos a casa y descargamos los kilos de equipaje del científico, me ofrezco a preparar el almuerzo para darles un rato de tiempo familiar.
Estoy lavando las verduras cuando aparece un cartel de breaking news en el televisor. Me seco las manos y subo el volumen con el corazón en la garganta cuando veo a un periodista de pie frente a un edificio que conozco.
Es el de Gareth.
Y hay una multitud.
—El exmánager y la exnovia del cantautor y guitarrista han organizado una protesta fuera de su hogar para reclamar justicia por Dove Brondel —dice ajustándose el auricular a la oreja—. Aunque no hay ninguna causa abierta en el sistema judicial, se…
Las personas explotan a gritos cuando la puerta del lujoso garaje se desliza, revelando a un motociclista con el rostro cubierto por un casco que yo misma he usado más de una vez. La cámara del canal de noticias es sacudida cuando la gente se abalanza hacia él, sin importarles pisar al camarógrafo y al periodista.
Llueven insultos. Estallan botellas de vidrio. Se oye la sirena de la policía.
Gareth intenta salir, pero en su lugar lo derriban. La moto cae sobre su cuerpo, pero a nadie le importa. Un tipo le arranca el casco para darle una patada en el rostro. Lo escupen, tironean de él, lo golpean en el estómago y más patadas caen con ira en sus costillas. Un charco de sangre comienza a expandirse por la acera. Se acurruca en posición fetal, pero la violencia no acaba.
No hay compasión hacia su persona.
Entonces el canal de noticias pierde comunicación. El audio y la imagen desaparecen.
Mi esperanza también.