Una luz difícil de encontrar

22. La música que me faltó oír

Gareth

Cuando abro los ojos en el hospital recuerdo la música.

Cuando era niño solía sentarme frente a los casi doscientos CD’s de mi padre. Tomaba uno, sumaba cuánto duraba cada canción y hacía lo mismo con el siguiente. Un día llegué a la conclusión de que necesitaba alrededor de diez mil minutos para oírlos todos.

Una semana.

Parece mucho, pero ¿lo es cuando se supone que viviremos como cuatro mil semanas a lo largo de nuestra vida? No.

«Usaré una de mis semanas para escuchar cada canción», me prometí, y fue la clase de promesa que llevas contigo como si fuera un abrigo que tu madre te obligó a tomar. Vas cambiándolo de brazo, atándotelo a los hombros un rato y luego a la cintura, lanzándolo al asiento trasero del auto, dejándolo en el respaldo de una silla en la oficina y usándolo como mantel en el parque…

Entonces, llega el frío. En mi caso, el momento donde se me abalanzaron y me golpearon por algo que no hice. El dolor físico disparó la desesperación de no saber si volvería a abrir los ojos cuando el negro avanzó sobre el color y la luz de las cámaras, tragando cada rostro furioso y abandonándome en la inconsciencia.

Antes de desvanecerme pensé en ese abrigo, en que me lo tendría que haber puesto, en que le tendría que haber hecho caso a mi madre, en que el frío hubiera sido más soportable si me hubiera envuelto en todas las canciones que me prometí escuchar. Porque cuando tu vida es amenazada solo puedes pensar en dos cosas: los arrepentimientos —esa semana que tendrías que haberle dedicado a los CD’s, como prometiste— y la gente que quieres.

Ahora, mientras mis ojos arden al ajustarse a la luz y el olor a antiséptico me irrita la nariz, estoy agradecido. Me hago una nueva promesa llamada cumplir la vieja. Escucharé la música.

—¿Gar-gar? —pregunta una voz familiar y esperanzada.

Mi corazón reduce la fuerza de sus latidos, aliviado. Intento decir su nombre, pero tengo la garganta seca. Sin embargo, siento su mano apretar la mía antes de que aparezca en mi campo de visión.

—¿Quién cumpliría mis antojos comestibles si no despertabas, tonto? —Sonríe con suavidad.

Cuando intento sonreírle, duele: mi cabeza, mi rostro, mis costillas, mi estómago y mis piernas. Es como si todo el peso del mundo hubiera caído sobre mí y lo estuvieran levantando de a poco. Respirar no es una agonía, pero tampoco un placer. Soy consciente de cada punzada que me azota al inhalar.

Entonces, escucho un jadeo. La sonrisa de Tam se suaviza y sigo su mirada hacia una esquina de la habitación, donde las patas de una silla arañan el piso cuando mi madre se pone de pie. Sus manos están envueltas en la cruz de oro que cuelga de su cuello. La aprieta contra su corazón al acercarse dubitativa, sin saber cómo reaccionaré.

Jamás vi su rostro tan colorado. Sus ojos están hinchados e inyectados con sangre. Nadie debe decirme que ha llorado todo el tiempo que esperó a que despertara.

Luce frágil, temerosa, llena de… ¿Culpa?

Mis ojos regresan a mi hermana, cuya expresión la delata. Aprieto los párpados y entiendo que el secreto salió a la luz. La idea de que mi situación la haya forzado a hablar me revuelve el estómago, pero también hace que el peso sobre mí se quite con más rapidez.

—Se viralizó —susurra.

Su mano intenta subir por mi brazo, pero un gemido involuntario de mi parte la hace disculparse.

—Saben que no fuiste tú, Gareth —añade—. Terminó. Se terminó. Eres libre, yo también lo soy.

Vuelvo a mirar a Vinca a la espera de su reacción. Mientras sus ojos se llenan de lágrimas, tiemblo. Una mezcla de impotencia y paz sobrecarga mi cuerpo.

—Lo siento tanto, hijo. —Se detiene a un paso de la camilla—. Es solo que… —Se quiebra de la misma forma en  me vi quebrarme una y otra vez frente al espejo el último mes—. No hay justificación. No intentaré buscarla. Lo siento.

Mi madre, la mujer que siempre tuvo la última palabra, se calla.

Sin embargo, he pensado en ella desde que me cerró la puerta cuando el escándalo explotó. No puedo culparla del todo. Mi peor pesadilla sería que violaran a mi hija, y sé que ella no ha dejado de pensar en eso, en lo que sentiría si le sucediera a Tam. Odiaría que defendieran al abusador. Cuando el mundo entero gritó por Dove Brondel, una niña que sufrió a manos de una escoria, Vinca no se sintió nadie para ir contra una acusación tan seria.

Sé que me ama a su modo. No tiene que decirme que le dolió echarme, pero lo hizo porque era lo correcto no solo ante los ojos del resto, sino para sus propios principios.

Cuando Tam me contó sobre Parker me puse de su lado. Quise que todos, incluidos los padres del chico, apoyaran a Tam y condenaran al maldito. Y si Dove existiera y yo la hubiera lastimado, ¿no sería hipócrita querer algo distinto?

Sí, lo peor es que hieran a tu niña, pero también es una pesadilla que acusen a tu niño.

Era una situación complicada.

—Entiendo por qué no lo hiciste. —Mi voz es ronca—. Y tardaré en perdonar que no me hayas creído, incluso si una parte de mí está orgullosa de que no seas el tipo de persona que defiende a un presunto abusador, sea quien sea. —Estoy cansado de ser odiado, quiero ser amado—. Tenemos tiempo para hablar, pero ahora… ¿podrías darme un abrazo, mamá?

Corre hacia nosotros. Nos envuelve con la delicadeza de quien no quiere lastimarte. Por la forma en que besa la frente de Tam me percato de que hablaron de lo que pasó mientras mi mente estaba visitando a papá, Lucy, Aza y Semy en el cielo.

Su abrazo es el hogar en el que crecí, el que visito cada vez que el mundo pesa demasiado y aquel que extrañaré cuando ya no esté. Es mi madre. No puedo hacer más que dejarme querer por ella e intentar devolverle ese amor de la forma que pueda, aunque jamás será suficiente para todo lo que me dio.

Incluso si cometió errores.

Entre la maraña de brazos mis ojos hallan la puerta entreabierta de la habitación. Alodie está apoyada contra el marco de la puerta, sin querer interrumpir el momento y sonriéndome con la felicidad de un loco.

Y está algo loca, nadie puede negarlo.
 




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