Una Luz para Almas Peculiares (prejuicios #2)

CAPÍTULO 7

Londres, 1815.

Si había alguna posibilidad de saber si un familiar seguía vivo o ya se encontraba en el más allá, sólo la familia Allen serían capaces de buscar la manera de poder descubrirlo. Porque, si bien no es que no les interesara si el heredero al título se encontraba bien o no, sus métodos resultaban ser más… peculiares que seguir gastando energías al enviar cartas que podrían extraviarse.

Aquella triste y desolada mañana, Morgana Allen, la Duquesa de Bedford, preparó una sesión de té en el que incluiría a toda la familia: aquellos vivos y aquellos que ya no se encuentran, o que creen que ya no se encuentran en aquella macabra tierra de personas que todavía respiran. Sentados en el respectivo salón donde usualmente atendían a sus valientes invitados que se dignaban a saber de ellos para luego ir con el chisme a la sociedad, cada uno estaba posicionado en un sillón de manera estratégica que parecía ser un círculo y sólo un asiento entre Hazel y Lord Allen parecía ser lo único que rompía con dicha formación al estar desocupado.

Mientras el viejo Edgar —un mayordomo tan flaco que parecía desnutrido, de andar lento y paliducho que ya no sabían cuándo estiraría la pata— encendía algunas velas en el centro de la mesita, Sibila, la ama de llaves, iba posicionando una taza de té frente a cada miembro de la familia Allen, incluyendo hacia a aquel que debió de estar sentado en el vacío sillón, con una elegancia fría impropia de alguien que parecía estar en otro mundo a cada minuto del día.

—Té de canela con un toque de láudano y veneno de Obsidiana, mi señora —indicó la mujer entre risitas maliciosas antes de apartarse a un rincón junto a un adormilado Edgar, que se apoyó contra un pilar para tomar una breve siesta.

Hazel trató de no rodar los ojos al oír a esa descerebrada: su Obsidiana no tiene veneno y toda su familia lo sabía. Pese a esto, Morgana levantó la comisura de sus labios en una sonrisa conforme y agradeció. Si bien era una mujer que la sociedad despreciaba por su rareza, nada le quitaba la educación de una verdadera dama.

—Gracias, Sibila —se dirigió hacia su familia y extendió ambas manos a cada lado—. Ya saben qué hacer —cada miembro tomó la mano del otro para sellar el círculo, siendo el pequeño Charles y su amado esposo Vladimir quienes sostenían las pálidas y frías manos de Morgana—. Hazel, haz los honores.

—Oh, espíritus del más allá —empezó a recitar la joven con voz sepulcral—, si algún Allen nos escucha, te pedimos que nos guíes hasta saber del estado del heredero de nuestra preciada familia, quien no sólo es importante por su estatus, sino que también es aquel que es hijo y hermano: James Allen.

Las tazas empezaron a vibrar y Vladimir sonrió encantado de ser escuchados.

—Sigue, mi brujita. Ellos saben dónde está tu hermano —la animó su padre en medio del ritual. Hazel arrugó la nariz ante el apodo, pero no se molestó tanto como en otras ocasiones.

—Aquel que es nuestro guía y que continuará con el legado de un Allen —prosiguió la joven—. Oh, familia del más allá, danos una señal de que nuestro James sigue en este miserable mundo junto a nosotros.

No pasaron ni dos minutos cuando de pronto la puerta del salón fue abierta de par en par y una figura alta y delgaducha apareció por ella. Vladimir soltó una carcajada al igual que el pequeño Charles mientras que las mujeres de la familia sólo lo observaban y, pese a saber que el hombre respiraba por lo menos, algo no les agradó en el aspecto del heredero.

—¡Está vivo! —exclamó Charles, de apenas doce años.

—¿James…? —a Vlad se le fue la sonrisa al percatarse del aspecto de su primogénito.

James tenía más huesos que piel en el rostro de lo delgado que estaba, tanto que ya sus pómulos sobresalían y las ojeras estaban demasiado pronunciadas, además se encontraba más pálido que un fantasma y ni hablar de sus prendas, pues vestía el uniforme del ejército en pésimo estado: mangas rotas, la chaqueta abierta para dejar ver una camisa manchada en sangre, con el barro que ya estaba tan pegado y seco que apenas ensuciaba el suelo de la casa. Y no conforme con ello, lo que era más preocupante: miraba a Hazel con demasiadas ganas de querer asesinarla.

Después de todo, era usual que, como hermanos que son, quisieran acabar con el otro. Los duques ya estaban acostumbrados cuando hacían travesuras en busca de terminar con su hermano menos favorito (y la victima casi siempre era Charles por ser el menor), pero esta vez parecía diferente. No sabían si fue efecto de la guerra o si esta vez la locura Allen pudo acabar con la cordura de James, sin embargo, nadie pudo negar que se veía enfadado. Realmente enfadado.

Hazel tragó saliva por primera vez con un sentimiento extraño en el pecho parecido al susto.

—Será el James correcto, ¿no? —le preguntó Lord Allen a su esposa en medio de un susurro. La mujer se encogió de hombros, examinó de arriba a abajo al recién llegado y entonces, se acercó disimuladamente a su marido:

—Parece que si es —respondió en el mismo tono.

—Horrendos y asquerosos días, familia —saludó sin quitar la mirada de su hermana, quien permanecía sentada sin atreverse a bajar la mirada.

—¿Qué tal, hijo? —preguntaron sus padres al no saber qué más decir.

—Tú —James señaló a la joven—. Muévete si no quieres que vaya por ti, mocosa —ordenó en un tono tan bajo que aguardaba una calma sospechosa para el evidente enojo que se apreciaba en sus ojos. Hazel, tras limpiarse las manos y boca con una lentitud que jugó con la escasa paciencia de James, se levantó para ir hacia él.




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