AMIR KAZEM
Deniz me observa y por un momento creo que las venas de su cabeza explotarán. Por una extraña razón, se me olvido el hecho de que quien siempre asiste a las consultas pediátricas de mi hija es él con mi hermana, pero ahora que está Paola, no es necesaria la presencia de Fatma.
—No te doy un golpe por respeto a todos los años de amistad que tenemos, Amir —bufa entre dientes, yo aprieto mis labios entre mi boca.
—Bueno, ya. Ya sé por qué estás aquí, puedes irte. Yo entro con mi hija —espeto, me siento desesperado cada vez que lo veo cerca de la mamá sustituta de mi hija.
«Y no sé por qué».
Es una sensación extraña que no sé descifrar y tampoco es que quiera mucho hacerlo.
—¿Puedes actuar como una persona racional? No me interesa Paola, te lo he dicho antes y te lo reafirmo ahora, no-me-gus-ta —remarca sus palabras, yo gruño para rodar mis ojos.
—¿No te das cuenta cómo se pone cuando estás a su lado…? ¿Que tal vez seas tú quien le…?
—¡Ahí está! —él me interrumpe, yo tengo que abrir mis ojos para tocar mi frente.
Diablos. Caí.
—¿Ahí está qué?—respondo mosqueado. Mientras le doy la espalda para mirar hacia la ventana mientras me maldigo, soy un estúpido.
—La tratas de una manera horrible, debería darte vergüenza —riñe y yo ante aquella verdad no puedo refutar absolutamente—. Sé que la mujer te atrae, los celos te salen hasta por los poros, animal —me insulta—. Si quieres aterrarla o peor, hacer que te odie aún más de lo que ya se le nota, te aconsejo que pares, Amir… esa muchacha no te ha hecho absolutamente nada —espeta saliendo de mi consultorio con gesto evidentemente ofendido.
Yo tengo que sentarme un momento para pensar en todo. Desde hace un mes que llegó a mi vida y si antes mi alma se sentía en caos con el asunto de mi hija y su terrible familia materna, ahora siento que todo es una demoniaca locura a la cual no le encuentro calma.
Quería tranquilidad y es lo menos que tengo.
«Es tu culpa», resuella mi consciencia.
«Tú eres quien lo ha hecho todo, la tratas mal, rechazas lo que despierta en ti y eso solo lo acrecienta.
Deja de ser un cobarde», me vuelve a incitar. Yo golpeo la punta de bolígrafo haciendo un ruidito constante que me ayuda a rebajar un poco toda esta angustia.
Es la primera vez en mucho, muchísimo tiempo que no tengo el control total de mis acciones y emociones. Es como si un diablillo descontrolador me atacara sin piedad.
Yo opto por dejarlo todo olvidado. Puedo ser mejor persona, lo de hoy… ese teatro que armé no puede repetirse. Mi único objetivo es la seguridad de Artemisa, siempre lo ha sido así y no tiene por qué cambiar.
Debo marcar mi distancia con Paola, no puedo… Pero es que debo disculparme con ella… creo que me excedí con lo de hoy. Me levanto de mi silla con pesar, verla me genera una especie de ansiedad desconocida que se instala en mi estómago.
Sin embargo, en medio de un suspiro, me animo, por primera vez, a asistir a la cita pediátrica de mi hija sin la necesidad de escucharla en vivo por llamada.
Sí, lo sé. Soy un papá fatal.
(...)
Su olor impacta con mis fosas nasales, impregnando cada parte de mi cerebro, tanto así, que tengo que aguantar la respiración para no poder sentirlo más.
Es una fragancia sabrosa y fresca, con tonalidades cítricas perfectas que no caen mal en ningún sentido… ¿Qué perfume usará? Es una pregunta que, por alguna razón, no puedo pasar por alto.
La duda se instala en tanto suelto un respiro fuerte y termino por tomar a mi pequeña en brazos. Observo su linda vestimenta y me parece la cosa más tierna que existe, me muestra su encia desprovistas de dientes y, yo sonrío embelesado.
Ella es un caso aparte.
—Hola preciosa, ¿Estás nerviosa? —indago como si me fuera a responder, luego río.
—¿Puedo saber algo? —luego de un rato, uno donde mi vista estaba fija en mi hija, Paola habla. Yo la observo sin mucho pedir para asentir.
—Claro, luego de mi actitud de hace rato, creo que puedo dejarte hacer cualquier cosa conmigo —respondo atropelladamente, sus ojos se abren incrédulos y yo siento que enrojezco—. N—no en… joder, yo… —trago saliva sintiéndome en aprietos, las palabras se me atascan en la boca y por alguna razón me ahogo con mi propia saliva.
Toso, toso y gimo en busca de aire mientras le tiendo a mi bebé para que la sostenga y yo tengo que levantarme para tratar de llevar aire a mis pulmones.
Deseo que me trague la tierra y me escupa a kilómetros de ella. Parece que los momentos en los cuales la tengo más cerca, más estúpido me vuelvo.