Extracto de la entrevista realizada a Cosme Bravata, para la revista Pez Espada.
Autora: Galatea Molinari
Fecha: 20 de agosto
Cosme Bravata: CB
Galatea Molinari: GM
GM: Maestro, ¿qué podría responder frente a las críticas que se hacen hacia su trabajo?
CB: Constantemente recibo críticas de varios tipos. ¿De cuáles estamos hablando, concretamente? (risas).
GM: De las que se hacen hacia la representación del cuerpo femenino en sus pinturas, Maestro. Me refiero a esa crítica, específicamente.
CB: Verás, para mí las mujeres son hermosas. Todas ellas, sin excepción. Y como pintor y admirador de la belleza femenina, encuentro en ellas una de las más grandes inspiraciones para pintar. No veo qué de malo puede haber en ello.
GM: Se le ha criticado la excesiva sexualización y objetivación del cuerpo de las mujeres en sus lienzos.
CB: Ni mis pinturas son eróticas ni tratan a las mujeres como objetos, más bien al contrario. Intento que el espectador pueda ver más allá de la atracción carnal hacia las formas femeninas, no como un objeto de deseo, sino como un sujeto de placer estético y no necesariamente sexual.
GM: ¿Cuál es el proceso que sigue para elegir a sus modelos, Maestro?
CB: Tú conoces muy bien la respuesta a esa pregunta, Galatea.
GM: ¿Y qué ocurre si alguien se niega a ser pintada de la forma en que usted quiere?
CB: Tú también conoces la respuesta a esta segunda pregunta.
FIN DE LA TRANSCRIPCIÓN
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Cuatro días antes
Tenía la advertencia de Alekséi muy fresca en mi memoria. Tenía los antecedentes de Cosme, las historias sobre él y las habladurías. Pero, sobre todo, tenía mis sospechas.
Y aun así, me atreví a ir.
Porque también tenía hambre, y necesidad económica de hacerle frente a todas mis cuentas.
Así que me atavié esa mañana, no con mis mejores galas, pero sí con un outfit elegido con dos días de anticipación para no quitármelo cuando Cosme Bravata me lo ordenara o me lo insinuara.
Estaba vestida para pelear.
Con mi pantalón palazzo de lino negro y mi sencilla camisa blanca, mis mocasines de plataforma y mi discreto maquillaje que no debía estorbar el pincel del maestro, más mi atolondrado bob de cabello rizado color chocolate con leche, me aproximé al portón tallado a mano que ocupaba la décima parte de la propiedad neocolonial del pintor Bravata.
Llamé a la puerta con mis dos manos, porque no había timbre, y me abrió una muchacha, quien supuse que trabajaría como asistente doméstica de la señora. Me invitó a pasar a través del pequeño zaguán decorado con plantas de interior, hasta el primer patio andaluz que ya había conocido el día de la inauguración.
Cruzamos hacia el segundo patio, menos llamativo que el anterior, con un jardín que pedía una tijera de podar a gritos y una pequeña mediagua al fondo, cuya puerta abierta hacía adivinar que se trataba de la bodega en la que el maestro guardaba sus bastidores.
La joven me dirigió hacia una puerta ubicada a la derecha de la casa. Era mucho más discreta que todas las otras que había podido ver, y que llevaban a distintos ambientes de la propiedad. Llegamos a un salón amplio y bien iluminado con luz natural que se colaba desde los tres ventanales que ocupaban la mayor parte de la pared oriental. Ahí, en el fondo, se hallaba Cosme (me permito llamarlo Cosme), atareado mientras acomodaba sus óleos en un orden que parecía caótico a ojos de los demás, excepto a él.
–Maestro –llamó la chica, a una prudente distancia de su jefe–. Le buscan.
Cosme volteó a ver enseguida hacia donde yo me encontraba. Y sonrió.
–Aproxímate, por favor, Galatea –me hizo una seña con su mano e hice lo que me dijo–. Que necesito mirarte con detenimiento.
La muchacha salió por donde entramos y yo avancé, me detuve frente a él y, sin siquiera saludarme, Cosme ejecutó de nuevo sus clásicos movimientos de pintor que analiza a su modelo como si de un ejemplar de ganado se tratara; esto es, me tomó de la cara y la volteó a la izquierda y derecha, luego esculcó mis brazos y mis manos, para analizar, posiblemente, alguna seña particular que podría utilizar como referencia para su pintura.
Peinó mi cabello con sus dedos, y temí que lo dejaría aún más desordenado de lo que ya de por sí acostumbraba a ser, dada su textura indomablemente rizada.
–Desnúdate –fue todo lo que dijo. Así, sin anestesia.
Había temido aquel momento por al menos tres días. No había podido dormir, intentando practicar la excusa perfecta para no quitarme la ropa. Y no había encontrado nada más que decir… que la verdad.
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Editado: 29.10.2023