En el preciso momento en el que Alekséi Galvés iba llegando a su casa –la casa de Galatea–, Tristán Belfas iba saliendo. Ninguno de los dos podía darse el lujo de bajar al otro la mirada. Hombres como eran, el ganador sería el encargado de ser el que sostuviera la vista fija más tiempo clavada en los ojos de su contraparte. Esta vez Alekséi ganó, tanto que hasta lo volteó a ver luego de que ambos se cruzaran y Tristán se le adelantara por lo menos unos cinco pasos.
El recuerdo de la mañana transcurrida con su esposa había alimentado su mala leche hacia Tristán lo suficiente como para mirarlo con furia reprimida hasta el momento en que Tris girara la cuadra.
Alekséi sacó su llave y abrió la puerta principal de la casona, que conducía al patio principal, que en realidad rodeaba toda la propiedad. Coronado por dos palmeros de coco-cumbi y con un salvaje jardín inglés, Aleks pensó que sería una buena idea instalar allí su caballete, para pintar el primer cuadro de la serie en la que había estado pensando para su nuevo proyecto pictórico.
Por su parte, el paso de Tristán se había desacelerado de inmediato apenas cruzó la cuadra que separaba su casa de la calle contigua. Su pulso, un tanto acelerado, quién sabe si por la minúscula carrera o por la tensión de haberse encontrado a su rival, regresó a su ritmo habitual, aunque todavía le sudaban un poco las manos y lo harían por un rato más, porque había tenido una corazonada que no le gustaba para nada.
«¿A dónde se va tan temprano este tipo todas las mañanas?».
Esta era la pregunta que temía hacerse a sí mismo, porque intuitivamente conocía la respuesta. Y odió un poco más a Aleks por eso.
Tristán, a diferencia de su adversario, podía disponer de un automóvil con chofer si así lo quería. El problema es que no le daba la gana de querer. Prefirió tomar la calle principal y avanzar hacia la parada del metro.
Descendió hacia el subterráneo y compró su boleto, ingresó por las entradas múltiples y esperó pacientemente su tren. Se dirigía hacia el sur. Su destino se hallaba a cuatro estaciones de distancia. También en el centro histórico. Ya en la estación de San Francisco, Tristán se quedó un minuto en el andén, en lo que tipeaba un mensaje por Whatsapp que permaneció sin ser visto cinco minutos y sin ser contestado otros siete.
Lo sabemos porque Tris tomó el tiempo con su iWatch.
«Estoy cerca de tu casa, ¿puedo ir a visitarte?».
Quería que pareciera que se hallaba en el centro por casualidad. Pero lo cierto es que Tris había planeado su visita la noche anterior o, mejor dicho, la madrugada anterior, en un ataque de ansiedad e insomnio que el incienso y una maratón de podcasts de asesinatos por YouTube no pudieron calmar.
«No es un buen momento», respondió, por fin, la interlocutora de Tristán, al cabo de doce minutos con treinta segundos cronometrados.
«Él estaba contigo, ¿verdad?», era la contestación que Tristán quería escribir, pero no se atrevió. Podía molestar a su futura visita, y aquello era lo último que quería. De modo que se aguantó y tipeó otra respuesta que le haría ver menos desesperado y parecer menos tóxico.
«¿Y cuándo será un buen momento?», esa respuesta sonaba más relajada, más chill, más al estilo del despreocupado Tristán Belfas, a quien todo le daba más o menos lo mismo, incluyendo, por supuesto, sus relaciones amorosas.
O un proyecto de ellas, en este caso específico.
Tuvo que esperar otros eternos ocho minutos en la estación del metro hasta recibir una contestación. Se prometió a sí mismo que no saldría del andén hasta no obtener la respuesta que quería. Y esto fue lo que obtuvo:
«No lo sé, Tris. Estoy atareada con el bebé».
Era necesario que Tris le tuviera paciencia. Nada de reproches por no contestar inmediatamente un Whatsapp, nada de berrinches por dejarlo en visto, porque la joven madre en cuestión era primeriza. Y estaba sola.
O, al menos, es lo que él hubiera querido.
Tristán no tenía ningún problema con hacerse cargo de aquel niño. Y aunque el chico se pareciera mucho a su padre biológico, estaría dispuesto a hacerse de la vista gorda, con tal de que se le permitiera formar parte de tan sui géneris familia.
Aunque, en el proceso, tuviera que bancarse lo que fuera.
«Te doy una mano con el nene, hasta para que te tomes un descanso».
No pudo ocurrírsele una respuesta mejor para una madre primeriza con síndrome de burnout. Aunque la contestación final, que tardó más de quince minutos en hacerse, no había sido a su entera satisfacción.
«De hecho, me gustaría que me ayudaras en otras cosas».
«Por supuesto. ¿En qué?».
«En hacer las compras e ir a por unos encargos. Se me hace muy incómodo salir con el niño en brazos».
«Peor es nada», pensó Alekséi, para sus adentros. Y respondió enseguida.
«Llego en diez minutos».
«Te espero». Este último mensaje estuvo acompañado de una carita feliz. De esas caritas neutrales, de las que no sabes bien qué significan. Si quien lo mandó te quiere matar en secreto o si está contenta de verdad.
Pero no había tiempo para sutilezas. Tristán abandonó inmediatamente el andén, con destino no tan incierto por las retorcidas calles del centro colonial de La Capital. Se tomó un tiempo para contemplar la arquitectura, que le sabía a gloria, luego de la respuesta más o menos positiva de su reticente interlocutora.
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Editado: 29.10.2023