Aquella tarde, Galatea preparó el almuerzo como si nada: milanesa de pollo con verduras a la parrilla, arroz para quien lo quisiera, jugo de sandía y flan de postre. Tristán no asistió a la comida. Todos sabemos con quién estaba, menos ella. E inclusive lo sabía Alekséi.
Aleks no dijo ni media palabra con respecto a ese tal “yo te busco”, que había mencionado un par de horas atrás, y Galatea, en toda su sabiduría, hizo muy bien en no preguntárselo.
Alekséi se comió en diez minutos la comida que a Gala le tomó más de dos horas en prepararle. Se excusó de la mesa porque el cielo comenzaba a nublarse y ya se empezaban a escuchar los lejanos truenos que avecinaban una lluvia inminente.
Gala permitió que se disculpara con una sonrisa y dejó que Aleks corriera a levantar su caballete para meterlo en su estudio, cerrar la puerta y no salir más de allí.
A Gala no se le daba muy bien que digamos la espera entre la incertidumbre. Necesitaba saber con anticipación qué hacer y cómo hacerlo. Y si se podía, también requería saber con quién.
No tenía concentración alguna para continuar con la escritura de su relato. Así que se dedicó a limpiar el baño (que por cierto, era una responsabilidad que le tocaba a Tristán y no la había cumplido), barrer las salas de estar y hasta arrancar unas malas hierbas del jardín, para poder divisar, quizás, a través de la ventana, en qué diablos se hallaba su Aleks.
Tan solo pudo verlo levemente unos minutos antes de que las primeras gotas de lluvia comenzaran a caer, cómo Alekséi continuaba, aparentemente, pintando el lienzo que había comenzado en exteriores.
Así lo vio ella, ensimismado como estaba, en su creación, ajeno a la testigo que se preguntaba, de forma un tanto insistente como neurótica, «¿qué quiere de mí Alekséi Galvés?»
Las horas pasaban como si se hubieran puesto de acuerdo para torturarla: cuando Galatea revisó su reloj por primera vez, todavía eran las cinco.
Decidió entonces preparar la cena: champiñones rellenos con requesón y especias, acompañados de filete de atún. Una cena sofisticada para gente sofisticada. Para Aleks y para ella. Simplemente asumió que Tristán no se presentaría, no había avisado nada en el chat y ella tampoco le había preguntado.
Porque no era su madre, vaya.
La cena estuvo lista a las siete en punto de la noche. Al Whatsapp personal de Aleks llegó el siguiente mensaje:
«Menú de la noche: champiñones con requesón. Trae vino Malbec de la cocina, por favor».
El mensaje se marcó enseguida con doble visto en color azul por parte de él.
Alekséi salió de su guarida de inmediato. Se topó con Galatea cuando esta llevaba la bandeja de champiñones a la mesa, todavía con los guantes de cocina y el delantal puestos.
–No puedo quedarme a cenar, Jefa –le dijo Aleks con cara de compungido–. Lo siento, debí avisarte.
Galatea quiso disimular el hecho de que había perdido su oportunidad de oro para salir de dudas con Alekséi, y créanme que hizo su mejor esfuerzo. Pero quizás no lo logró.
–Qué pena –la cara de borrego apuñalado de Gala no era algo que podía falsearse tan fácilmente–. Tendré que comérmelos yo sola.
Aleks volvió a acariciarle la cabeza como lo había hecho la noche anterior y se despidió con un levísimo beso en la mejilla.
–Guárdame una parte en el horno, ¿quieres? –Aleks parecía apurado. Y tal vez lo estaba. Se aproximó hacia la puerta principal y se excusó mientras la abría–. Y perdón por no acompañarte.
Gala dejó la bandeja de lo que probablemente era la cena mejor trabajada desde que sus roomies habitaran su casa. Suspiró cabizbaja y se dispuso a traer ella misma el vino Malbec que Alekséi nunca le llevó. Lo abrió ella solita, sin ayuda de nadie, y lo condujo de vuelta a la mesa, junto con una copa mucho más grande de lo que ella misma se podía permitir.
Ahí, sola en su gran casona y abandonada por sus amigos, Galatea Molinari se sirvió una gran porción de vino Malbec y se lo bebió de un par de tragos.
Una hora después, con más de media botella encima y sin haber tocado los champiñones rellenos, Gala se pegó el susto de su vida cuando escuchó una voz que le habló como de ultratumba, a sus espaldas:
–¿Puedo acompañarte, Galita?
Aquella voz se había convertido en su salvación.
–Tris –dijo Gala, sorprendida, aunque su voz, arrastrada por el efecto aletargante del alcohol, no transparentó entusiasmo alguno–. La cena se enfría.
Tristán atestiguó con una mezcla de ternura y lástima la escena que se desdibujaba en el comedor principal de la villa: una mesa redonda para seis personas, ocupada por una sola, con la cabeza gacha y adherida apenas por una mano que sostenía una botella de vino a medio vaciarse.
–No vas a terminarte esa botella sola, ¿o sí? –le preguntó él, no sin cierto aire de condescendencia–. Deja, te acompaño.
Tris tomó asiento frente a Gala, que apenas si podía levantar cabeza de lo poco acostumbrada que estaba a beber –y mucho menos, sin compañía–. Le quitó la mano de la botella con suavidad y se sirvió él, en la misma copa que Gala había bebido. Porque no tenía intención alguna de terminar de emborracharla.
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Editado: 29.10.2023