Muy bien, ¡qué carajos pasó aquí! Pues que me ennovié con Tristán Belfas, eso.
¿Que cómo diablos ocurrió? Pues, esa es muy buena pregunta. Verán, Tris y yo tenemos una historia. Bueno, al menos, una más desarrollada que la de mi casi-algo, Alekséi Galvés.
Comenzó después de la universidad. Por allá por 2014. Yo sí me gradué de publicista, al contrario de lo que le he hecho creer a todo el mundo, pero eso no viene al caso. Y ustedes no tienen por qué saberlo, pero, en el negocio de la publicidad, a veces las jaranas son bastante pesadas.
Y hasta turbias.
Y, pues, en una de esas fiestas nos conocimos. A las dos de la mañana, concretamente, y en el Jazz, el bar para trasnochadores por excelencia de la clase ejecutiva de La Capital.
Decir que nos conocimos ahí no es necesariamente fiel a la realidad. Digamos que, por allá por 2012, un Tristán recién egresado de la carrera de diseño gráfico –pero jamás graduado– había conseguido el empleo con la finalidad de más o menos no morirse de hambre. Lo que de nuevo es una exageración, considerando que su padre, el diplomático español de alto rango, jamás iba a dejar a su hijito consentido abandonado en el arroyo.
Pero, igual, es un decir.
Creo que no es necesario explicar que trabajábamos en la misma agencia. Y tampoco se requiere aclarar que laborar en una agencia publicitaria como redactora junior me daba vergüenza.
Y es que yo siempre he querido ser artista, vaya, por lo que, destinar mi talento literario a faenas relativas a, digamos, un comercial de tabletas contra las hemorroides, no era precisamente material deseable para el conocimiento de mis biógrafos.
Y tampoco es que a Tristán le hiciera mucha gracia prostituir su talento trabajando en los storyboards de, digamos nuevamente, el mismo comercial para las tabletas Hemmorroidex.
De modo que aquella vergüenza compartida se había convertido en nuestra mutua bandera de lucha, y nos encargamos de confesarlo recíprocamente al segundo día de su llegada a la agencia, mientras nos tomábamos un budín de vainilla helado en la salita para el staff.
La noche en que nos ‘conocimos’ de verdad, fue aquella en el Jazz, en efecto. Y de qué manera.
Pero no sean malpensados. Tan solo fueron unos besitos al calor de algunas cervezas. Y un tantito de toqueteo, tampoco diré que no. Y pare de contar. A Tristán le ha gustado siempre hacer las cosas de buena manera.
Por otro lado, a mí no. Pero respetaba su postura.
Al lunes siguiente, pasada la resaca de la fiesta semanal en el Jazz, tanto Tristán como yo evitamos vernos las caras. En mi país no están penalizadas –legalmente hablando– las relaciones íntimas entre compañeros de oficina, pero estaba implícito que, de existir tal hecatombe, la Dirección esperaría que fuéramos discretos, y que destináramos nuestro mutuo cariño puertas afuera de la compañía.
Lo que Tristán y yo hicimos sin llegar a un acuerdo verbal, siquiera. Porque estaba implícito, vaya. Aunque tampoco es que nos dedicáramos a besuquearnos en cada esquina, ni mucho menos.
Más bien todo lo contrario. Fuimos bastante castos, por decirlo de algún modo.
Y es que aquella es, precisamente, una de las características que comparten esos dos, me refiero a Aleks y a Tris: ninguno es tan descarado como me gustaría que fueran.
Y yo tampoco soy, precisamente, una femme fatale, de modo que, así nos iba.
Para no hacerles largo el cuento, diré que, entre Tris y yo se desarrolló algo así como una camaradería profesional con un potencial derecho a roce, que no había llegado a concretarse, fuera de la escena ocurrida en el Jazz, hacían ya varias semanas.
Lo nuestro se coció, al igual que lo mío con Aleks, a fuego lento. Pero debo recalcar que con Tristán sí llegó a consumarse, al menos algo. Y en parte.
Fui yo quien dio un simbólico primer paso, lo recuerdo a la perfección. Recuerdo, incluso, en dónde estaba y qué me hallaba haciendo: en mi escritorio, desde donde se podía ver el suyo (o más bien su mesa de trabajo), a través de una división de vidrio que no dejaba nada ni a la imaginación ni a la privacidad.
Di click al botón de Facebook de ‘Añadir Amigo’ y esperé pacientemente a que Tristán se diera cuenta. Eso nunca pasó en mi guardia, por cierto. Mi sorpresa fue grata cuando, al siguiente día, inauguré mi jornada de labores a las nueve de la mañana con la buena noticia de que Tris había aceptado mi solicitud de amistad.
Era oficial: habíamos cruzado la barrera de estimados-conocidos-con-derecho-a-revolcada. Ahora podía revisar su perfil sin sentirme una stalker de pacotilla por ello (aunque, ni tanto), y hasta me atreví a darle uno que otro like a sus publicaciones de mierda, que se centraban en frases célebres en inglés de personajes rebuscados y fotografías artísticas que, por supuesto, estaban muy lejos de ser de su autoría.
Porque, por entonces, Tristán Belfas andaba jugándole al escritor, como yo. Solo que en plan más serio. O, bueno, al menos por aquella época.
Con lo que teníamos otro interés en común, aparte de despotricar contra el capitalismo salvaje que se encargaba de malbaratar nuestros sempiternos talentos, por supuesto.
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Editado: 29.10.2023