Pero luego de soltarles todo este rollo del pasado, todavía no ha quedado explicado cómo diablos, y con este tipo de circunstancias como antecedentes, terminé enrollada con Tristán Belfas.
Pues verán, primero lo primero.
Luego de nuestra fallida primera cita romántica en el CosaSeria, Tristán y yo continuamos frecuentándonos en la oficina. Nos encontrábamos a menudo para comer, y me consta que Tris alteraba mucho más que unas pocas veces su hora de coffee break para coincidir conmigo.
No diré que no me sentía halagada. Pero, vamos, que en mi fuero interno –y también en el externo, quizás–, tenía bastante claro que ‘lo nuestro’ (sí, entre comillas), no iba ni acabaría por ir a ningún lado.
Por la sencilla razón de que ambos andábamos crónicamente colgados de otras personas.
Aunque, en mi caso, ni tanto. ¿Saben? Por entonces, mi amor por Aleks (y me estoy arriesgando seriamente al llamarlo ‘amor’ –entre comillas de nuevo– porque no se me ocurre otra palabra para definirlo), era de una naturaleza tan desinteresada como reprimida.
Me había entristecido un tanto la presencia de Ana Karen en su vida, claro. Pero no lo suficiente como para desactivarme. La triste realidad es que nunca había albergado esperanza alguna de que Alekséi me eligiera, y créanme que esa desesperanza ha resultado, para mí, mucho más saludable emocionalmente que cualquier conato de expectativa que de él hubiera podido tener.
Ojalá esa falta total de perspectivas hubiera durado para siempre. En fin.
Tontear con Tristán Belfas se resumía, por otro lado, a darle like a cuantas publicaciones insulsas posteara –y viceversa– y a lanzarnos una que otra indirecta de tipo vagamente sexual en la oficina.
Hasta que un día, Tristán se hartó de aquel rollo. Pero no se alteren, que lo hizo de una buena manera.
Al menos, en principio.
«¿Quieres venir a mi departamento?», ese mensaje me llegó aproximadamente dos meses después de nuestra pseudo primera cita. «Esta vez sí tengo comida».
Bueno, ahora sí que estábamos hablando el mismo idioma.
«¿Llevo algo de beber?», pregunté, aceptando tácitamente la invitación, luego de unos elegantes veinticinco minutos de espera.
«Cervezas o vino», contestó Tristán enseguida. «Yo estoy ordenando pizza».
«Será vino, entonces», no sé por qué llegué a esa conclusión. Supongo que porque la pizza es italiana y los italianos toman vino hasta en el biberón, o algo así.
«Hecho», fue su contestación casi final. «¿A las nueve?».
Eran las cinco, de modo que aquello pintaba como un rotundo sí.
«Hecho», le dije, fiel a mi costumbre de aplicar el efecto espejo.
Emoji de carita sonriente, de su parte.
Emoji de carita guiñando el ojo, de la mía.
Nunca en la vida se me había presentado tan fácil un plan sexual. Como si lo hubiese planificado por mí misma, pues.
Pero, como era de esperarse, aquellas cosas que son demasiado buenas y demasiado fáciles para ser ciertas, a menudo no lo son, ni lo uno ni lo otro. En absoluto.
Este fue, pues, el caso.
Como tenía algo de tiempo, cometí un error de cálculo. Me fui a comprar el Merlot que tanto me gustaba –aunque nunca supe si le gustaba a él– como si me quedara todo el día por delante. Me tomé mi tiempo eligiendo uno que empatara con mi paladar y mi bolsillo, y que al mismo tiempo combinara con el gusto de la pizza y su hipotético costo.
Vamos, que no quería parecer ni tan tacaña ni tan desprendida.
Llegué a mi casa como a las siete. Justo a tiempo para tomarme un baño, depilarme, vestirme y salir.
Elegí mi ropa interior con anticipación, un conjunto discreto –en negro, eso sí–, como para que no se viera que había ido de cacería. Mi outfit tampoco debía delatar que me dirigía a una especie de ritual humano de apareamiento, no. Bastaba con unos skinny jeans, un buzo negro de cintura amplia para el frío y mis sneakers.
En fin, faltando una hora y media para el evento, me metí a la ducha. Me tomé mi tiempo para el baño y el acicalamiento todo. A las ocho y veinte salía limpia y fresca como recién fabricada. Me tomó un poco más de media hora vestirme y arreglarme.
A las nueve en punto estaba todavía en casa. Pero supuse que a Tristán no le importaría que me retrasara unos quince o veinte minutos, así que tampoco me estresé.
Decidí ir al baño un minuto antes de partir, porque la anticipación y la ligera ansiedad me suelen provocar ganas de orinar.
Fue ahí donde hice el descubrimiento.
Se me había olvidado por completo. Me había sentido un tanto sensible un par de días antes, pero claro, a los veintipocos, el síndrome premenstrual nunca es tan fuerte como ahora, más cercana ya a los cuarenta que a los treinta.
En aquellas circunstancias, los planes se cancelaban. No se tiene una primera cita con la regla a cuestas. Es una norma no escrita y prácticamente la totalidad de la humanidad estaría de acuerdo con ella. Claro, si conocieran de su existencia.
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Editado: 29.10.2023