Esa mañana me había levantado media hora antes que de costumbre para bañarme a conciencia, depilarme lo que había que ser depilado y dejar a un tratamiento capilar reposar en mi cuero cabelludo por el tiempo suficiente para que mi pelo se viera sedoso y oliera a granate.
Necesitaba estar perfecta a los ojos de Aleks, pero sin que Tristán se diera cuenta. Y supongo que fracasé en el intento.
Luego de nuestra absurda –pero afortunada, para mí– pelea durante el almuerzo, Tris se refugió en su taller por lo que quedó de la tarde para no volver a salir de ahí.
El efecto secundario de su aislamiento me permitió vestirme con la lencería que había comprado secretamente –y con plata que no tenía–, exclusivamente para el evento.
Nada del otro mundo, por cierto. Solo un conjunto de negro entero, sin encajes ni diseños demasiado reveladores, ya que Aleks lo hubiera interpretado como un signo de vulgaridad que simplemente yo no me podía permitir transmitirle.
Mi ropa tampoco debía ser nada exagerado, pero sí trendy y poco convencional. Alekséi siempre había admirado a las mujeres creativas en su vestir, pero he de confesar que le iban mejor las hippie-fashion que las nerdy-hipsters como yo.
Pero tampoco me iba a disfrazar para impresionarle.
Así que seguí el plan como iba y me calcé mi falda plisada azul navy y mi camisa MNG celeste llana, con mi chaquetón gris de capucha y mis botines de caña media de cuero, más mis pantimedias negras que de ninguna manera tenían que ser de liguero porque Aleks lo hubiera juzgado como ropa de bailarina de can-can (en el mejor de los casos) y no quería que él me viera como una bailarina de can-can, sino como una mujer medianamente seria.
Como se podrán haber dado cuenta, ya estaba pisando sobre cáscaras de huevo desde entonces. Debí interpretarlo sabiamente como una más que evidente bandera roja.
Pero, en lo que a Alekséi Galvés se refiere, soy un poco menos que daltónica.
Aquella tarde salí de la casa a las cinco y treinta, sin despedirme de Tristán, por supuesto. Todavía tenía tres horas y media para buscar algo de comer para llevar a Aleks a su casa, porque ir con las manos vacías no era una opción para mí.
Deambulé por un barrio del centro norte de la ciudad, famoso por sus cafeterías y restaurantes gourmet, intentando descifrar los gustos de mi anfitrión. En el pasado, Alekséi parecía conformarse con la comida que se le diera. Nunca supe con certeza lo que le gustaba, porque sabía que no tendría corazón –ni autocontrol– para rechazar mis propuestas gastronómicas.
Sin embargo, esta cena no sería hecha por mi mano, y corría el riesgo de que se me portara quisquilloso.
Admito que sobrepensé las cosas, pero compréndanme, simplemente no podía permitirme arruinar la oportunidad de mi vida con el hombre que había deseado inconscientemente desde la postadolescencia.
Porque así la consideraba, al menos, en ese momento: una oportunidad de oro.
Cansada de tanto deambular y temerosa de que mis pies se hincharan por el esfuerzo, entré en la última de las pastelerías que recorrí a través de una calle secundaria de aquella versión modernizada del barrio de artistas que visitaría después.
Y ahí estaban: descansando sobre una cama de papel mantequilla y recién salidos del horno. Una colección de quichés de varios sabores, desde queso (una apuesta segura, porque a Aleks le encantaba), hasta champiñones con atún y salmón y aceitunas y pollo y anchoas y todas las especies de sabores exóticos y no tanto que aquel sitio gourmet me podía ofrecer.
Con los últimos ahorros que me quedaban, y dejando lo justo para pagar los taxis de ida y vuelta, pagué por el pequeño banquete una obscena cantidad de la que me arrepentiría toda la vida.
No porque me doliera el codo gastar dinero en agasajar a Alekséi, sino porque, probablemente, el compadre en cuestión no se lo mereciera.
Pero, por entonces, tampoco tenía una cabal idea de la piscina en la que me estaba metiendo.
A las ocho de la noche estaba libre. Me senté en un coqueto cafecito a hacer tiempo hasta que llegaran las ocho y cuarenta, hora en la que mi Uber me pasaría a recoger para conducirme a San Marcos.
Recibí entonces mi primera bandera roja:
–Hola, Galatea, ¿vienes hoy? Digo, si no estás muy cansada.
Era Alekséi. Ya habíamos quedado ayer en que nos veríamos. ¿Por qué me pedía confirmación? ¿Y qué diablos es eso de que “si no estás muy cansada”?
«Se ha echado para atrás», pensé para mí, entrando en pánico. «Se ha arrepentido, algo ha surgido, yo qué sé».
No podía permitir, bajo ningún concepto, que se me quemara el pan en la puerta del horno.
–Habíamos quedado en que iría a tu casa a las nueve y ya casi estoy en camino –le respondí, y traté de ser lo menos pasivo agresiva posible, pero me traicionaron los nervios– pero si tú no quieres, entonces yo tampoco quiero.
«Tienes que querer que vaya para yo poder ir», sí, esa fue la frase que quise escribirle para complementar lo anterior, pero me la guardé para mí.
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Editado: 29.10.2023