Nos abrazamos o, mejor dicho, él me abrazó a mí. Se acurrucó sobre mi pecho, sin apenas cobijarnos, porque permanecimos en la superficie de la cama todo el tiempo.
–Hace frío –le dije–. ¿Quieres que nos metamos debajo de las cobijas?
–No es necesario –respondió, con los ojos cerrados–. Estamos bien así.
Pero no estábamos bien.
Permanecimos en silencio por unos minutos. Alguien tenía que romperlo, y ese alguien tenía que ser yo.
–¿Quieres comer?
–Bueno.
Me levanté, desnuda y descalza, y salí de la habitación a tientas y con frío, directo al pasillo principal de la casa. En una mesita que decoraba la pared, se hallaba la caja maltrecha, probablemente de cabeza, que contenía los quichés que con tanto cuidado había elegido horas atrás.
Los tomé y los examiné a medias, para asegurarme de que estuvieran en más o menos en buen estado. Se hallaban apetecibles todavía, y eso era lo importante.
–¿Tienes sed? –me preguntó Alekséi, a tiempo que se levantaba, como esquivándome, mientras yo entraba a la habitación con la caja de quichés en la mano.
–Sí.
–Vuelvo enseguida.
Salió también desnudo hacia la cocina, regresó, al cabo de un par de minutos, con un vaso con agua. Uno solo, para los dos.
–Toma –me dijo. Yo lo tomé, un tanto decepcionada.
–Gracias –me bebí la mitad del vaso, porque la otra mitad ya se la había comido él.
Abrimos la caja de quichés y Aleks los examinó con extrañamiento. Uno por uno, quizás, con la mirada. Tomo el del medio, al azar, y se lo llevó a la boca. Esperaba que dijera algo, una opinión sobre mi elección gastronómica, pero nada.
Por lo tanto, yo también comí en silencio.
Me daba la impresión de que Alekséi masticaba por default, como si no tuviera hambre, con la cabeza hacia abajo, como si no hubiera una mujer desnuda frente a él, deseándolo, amándolo con locura, que lo había hecho eyacular por lo menos dos veces seguidas minutos atrás.
En lo que Alekséi respectaba, estaba solo. Y yo me encontraba sola también.
El segundo quiché se lo comió luego de un suspiro, un par de bocados y sacudió sus manos de hojaldre, Alekséi suspiró otra vez. Yo no pude hacer otra cosa que preguntar.
–¿Te pasa algo?
Era obvio que Aleks no quería recostarse, nuevamente, en la cama, de lo contrario, ya lo habría hecho.
–Tengo mucho trabajo que hacer –respondió, esquivando la vista–. Si no te molesta…
«Si no te molesta…». Sí, esa fue, exactamente, la frase que usó para romperme el corazón. La primera de ellas, únicamente en esa noche.
Supe exactamente qué hacer. Lo entendí todo. Comencé a vestirme y él comenzó a vestirse también. Fue más rápido que yo. Fue el primero en salir de la habitación.
Yo me quedé ahí un rato más. No encontraba ni mi panty ni mi sostén. En realidad, los tenía en frente, pero era incapaz de verlos. Tomé el último trago de agua que quedaba en el maldito vaso, mi garganta se había secado por completo.
Sabía exactamente lo que tenía que hacer, mejor dicho, lo que quería hacer: llorar. Pero ni en un millón de años iba a permitir que Alekséi me viera en aquellas circunstancias. Así que lo mejor que pude hacer fue tragarme las lágrimas, darme un par de cachetadas con las dos manos para espabilarme y salir de esa maldita habitación, que parecía la de un monje de claustro, fría y desnuda como el corazón de Aleks, desprovista de alma, al igual que él.
Me dirigí al baño mientras que él se fue hacia su estudio.
Frente al lavabo respiré no una, sino tres veces, bocanadas de aire viciado, abrí el grifo y me lavé la cara con agua helada, sin jabón. Luego, las manos. Pero no quería quitarme el olor a él de ellas. De modo que ni me las sequé.
«Si no te molesta», me repetía esa frase, como un taladro, inconscientemente en mi cabeza. «Claro que me molesta, hijo de puta».
Salí de ahí, pero no con la convicción de irme. No sin antes cantarle sus cuatro verdades.
Alekséi pintaba un paisaje, uno que tenía como contraparte una fotografía que estaba fijada en la esquina inferior derecha del lienzo. El paisaje no era de La Capital, eso era seguro. Parecía de Europa, Europa del Este, con toda probabilidad. Construcciones brutalistas en medio de la estepa, fondo grisáceo con tintes verdes. En cualquier otra circunstancia me hubiera parecido una obra maestra.
A los ojos de mi resentimiento, no me parecía ya, nada del otro mundo.
Me aproximé hacia el artista por la espalda y me coloqué frente a él, hecha la distraída, mientras veía por la ventana. La gente se había ido, la calle, solitaria, solo estaba cobijada por las farolas que iluminaban innecesariamente la calle, porque la luna llena hacía su parte.
Tomé asiento en un taburete de madera en el que Aleks guardaba, con toda seguridad, sus materiales, posé mis brazos en el dintel de la ventana, como esperando un taxi que no me atrevía a llamar todavía, indecisa, mirando a la calle desnuda de gente y de carros, sin querer salir de ahí todavía pero, al mismo tiempo, deseando escapar corriendo de aquella trampa que me quemaba.
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Editado: 29.10.2023