Una Noche Como el Día

Capítulo 12: Memorias que trascienden el tiempo, Parte I.

               10 AÑOS ATRÁS

               El sol brillaba en mi ventana.

            Me asomé en el balcón. Observé ese paraíso que estaba a mí alrededor. El gran mar que tiene un comienzo pero no sé cuál sería su final; las olas chocar contra las piedras, ese olor particular que me hacía feliz.

   —¡Holy! —tocan la puerta de mi habitación.

   —¿Sí?

   —Vamos a desayunar. Tu hermana ha preparado un exquisito desayuno —mi padre abre la puerta.

   —Voy, papá.

            Caminamos abrazados hasta la cocina.

            Mientras desayunábamos, papá contaba una de sus tantas aventuras en el extranjero.

           Por su trabajo, a veces tenía que viajar durante algunas semanas, dejándonos solas. La mayor parte del tiempo, mi hermana y yo, pensábamos en nuestra madre. Pero papá, jamás nos contó que fue lo que sucedió. Nunca la nombró. Por las noches, podía escuchar su llanto. En ocasiones se sentaba solo a mirar el mar y allí se quedaba durante horas con un cuaderno en la mano. Estaba segura que mi padre estaba graduado en hacernos felices aun cuando está quebrado por dentro. Estábamos juntos, los tres, siempre.

      La felicidad que podíamos sentir en ese momento, no podía opacarse con nada.

   —Holy, estoy planificando un viaje —comienza a hablar mi papá.

   —¿Para mi cumpleaños? —no puedo contener mi emoción.

Se quedó en silencio, masticando su pan.

   —¡Dime, dime!

   —Holy, faltan semanas para eso —dice Ali.

   —No seas celosa —le saco la lengua.

   —Pronto lo sabrán. Me voy al trabajo. Ya sabes Ali, cuidas de tu hermana, por favor.

Nos besa en la mejilla y sale de la casa.

   —¡Papá, háblame del viaje! —le grito mientras estoy en la puerta.

   —¡Será una sorpresa! —me grita desde su auto.

Esperé a que papá se fuera.

      Luego de que se fue, recordé aquella libreta que siempre le veía en la mano, así que me entró curiosidad. Subo por las escaleras poco a poco, con destino a su habitación. Mi hermana nunca se daba cuenta de las cosas que hacía, siempre estaba plantada en el sofá, hablando por teléfono; tenía a un chico que le gustaba y pasaba su tiempo ‘investigando’ su red social. Jamás supe qué era eso, así que aprovechaba esos momentos para divertirme.

    Ya en la habitación, cierro la puerta con cuidado y reviso su mesa de noche. Encuentro la libreta. Corrí a tomar mi mochila y guardé la libreta en ella.

   —¿Holy…? ¿Qué haces?

    Salto del susto. Era mi hermana.

   —Na... Na-da hermana, se me quedó algo en el cuarto de papá.

   —Bueno, deja de curiosear.

   —Está bien —salgo del cuarto abrazando el morral—. Ali, saldré hoy; regreso en la tarde.

   —Sabes que le prometí a papá que te cuidaría, ¿verdad?

   —Estaré bien hermana, ya tengo 16 años y solo iré por aquí cerca.

   —Ten cuidado, ¿OK?

   —Claro, claro —me despido agitando la mano.

      Mi hermana y yo éramos muy unidas, siempre peleábamos por un puesto a la hora de ver la tele pero, en todo momento, sabía que podía contar con ella. Solo éramos los tres: Papá, Ali y yo.

      En el camino me encontré una especie de canica transparente que dentro de ella contenía una pequeña piedra con una forma que asemejaba un corazón. La guardé en mi bolsillo. Una de las cosas que más me gustaba hacer era recolectar objetos extraños.

     A una cuadra de llegar a mi destino me detengo en una librería. En su exhibición estaba un libro que trataba de amor. Me quedé observándolo. No había pensado en qué era el amor, qué se sentía o porqué sucedía. Solo tenía dos amigos en todo el mundo. En la iglesia nos enseñaban que el único que puede amarnos tan profundamente es Dios. Pero, al ver esa portada con dos personas tomadas de la mano, me hacía pensar en él.

Tenía unos centavos ahorrados. Así que decidí entrar en la librería.

   —Hola.

   —Buenas tardes, dígame qué desea.

      Era un hombre de más o menos cuarenta años, de lentes y barba larga. Se veía como si pasara mucho tiempo leyendo. Probablemente no disfrutaba mucho de su vida.

  —¿Qué precio tiene aquel libro de la exhibición? —le señalo el de la izquierda.

   —Cuesta 5 dólares.

      No tenía ese dinero pues días atrás lo había gastado en un par de dulces; me sentí, por primera vez, arrepentida de haberlos comprado.

 Al ver mi cara de desaliento, camina hacia un estante.

   —¿De verdad…?

   —Sí… Pero... —se queda pensando unos segundos—. Puedo hacer algo por ti.

   —¿¡Si!? ¡Dígame! —me entusiasmé.

   —Podría obsequiarte el libro.

Papá me enseñó que las personas no te ofrecían nada gratis. Siempre pedían algo a cambio.




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