Kendrick & Catalina
Brodick Castle...
—Querido, nuestra pequeña no deja de llamar a Ángeles— exclamó Catalina, llorando al ver a su hija Aine postrada en una cama con fiebre muy alta sin saber la razón.
El doctor Gibbs, un hombre entrado en cuarentena, fornido, de piel un poco tostada por el sol, cabello azabache con pintas grises y una barba incipiente, que combinaban con sus ojos negros profundos, era el médico de cabecera de la familia y de casi todos los pares del reino.
Y este, aunque catalogándose como el mejor, no había podido dar con la raíz de las dolencias de la pequeña.
Físicamente según la examinó exhaustivamente se encontraba en óptimas condiciones, pero pese a los tés y brebajes que le daban, la fiebre no cedía forjándoles temor por su vida.
Porque se tratase de una enfermedad desconocida.
Todo esto ocurriendo desde una semana después de la partida de su prima Ángeles.
Pues, pese a que no había presentado síntomas, si se veía algo decaída y con los ánimos casi por los suelos, esfumándose de esa manera el pequeño demonio que era cuando se hallaba al completo recuperada, y aunque sus padres no sabían la razón, intuían cual podría ser esperando que fuese examinada, para cuando obtuvieran el diagnostico tomar cartas en el asunto.
Y al no haber nada, debían actuar conforme el tiempo que los apremiaba.
—Lo sé, Catalina, pero todavía evaluó las posibilidades porque no estoy convencido— Kendrick Stewart le dio a su sobrina el espacio que pidió en silencio a gritos.
Le había fallado de alguna manera al cumplir una imposición, y no conforme con eso le ocultó que alguien ya ocupaba el corazón de su actual marido.
Cosa que no le competía, ni mucho menos ella debía de ahondar, pero de igual manera sabía que apreciaría no haberse enterado de esa manera tan frustrante.
Siendo la única ignorante.
Yaciendo tras las circunstancias, quizás el más afectado por no saber de ella, o más bien por no recibir una carta ya que estaba enterado por su mujer que ella siempre preguntaba por el de manera afectuosa.
Porque no había dejado de informar sobre su bienestar, solo perdido comunicación con su entidad.
Cosa le decía que no era el momento indicado para acudir a su persona, pese a que no les perdonaría por no decirle lo que ocurría con su adorada prima.
—Es la salud de nuestra pequeña la que está en juego— replicó dos octavas más altas de lo normal, aunque lo acostumbrado en esa casa cuando la ama no estaba conforme con algo, o con alguien, en este caso siendo casi siempre, su marido—, y Ángeles no se negara a asistir si se lo pedimos, y me dejases contarle sobre los quebrantos de salud de nuestra pequeña— culminó al borde de un ataque de histeria.
Siendo un tanto dramática porque sentía que estaba perdiendo a su pequeña, por culpa del cabeza dura de su marido.
» Se que dejará los malentendidos atrás porque te quiere— ya que solo le privaba de saber de ella solo a él.
—Ese es el problema— soltó con impotencia mientras se paraba de la silla en donde se encontraba resolviendo unos asuntos, al fin aceptando el motivo de su reticencia a contactarla— no fue un simple malentendido. La defraudé— se pasó las manos por el cabello martirizado.
Sintiéndose fatal por todo lo sucedido.
—Al igual que yo por no ser la que le confesase ese detalle, al creer que los amoríos con esa fulana habían terminado— expuso intentando que no se echara al completo la culpa de la casi no boda, que al fin sorteó el contratiempo.
Pero la pelirroja que le robó el corazón no sabía, que eso era una nimiedad a comparación de lo que realmente lo atormentaba.
—Gracias por intentar minimizar el impacto querida mía, pero yo fui el que permití que se casara con un buen hombre, pero no con el que verdaderamente se la pudiese merecer— solo porque era algo que tenía que hacer—, le oculte cosas imperdonables, y la traté como un mueble que se traslada de un lugar a otro sin contar con su consentimiento— y se odiaba por eso, pero no pudo hacer nada al respecto—. En pocas palabras me porte como un canalla— se sentía culpable, por tanto, aunque no precisamente por una amante que era el dominio popular, eso solo era la excusa perfecta para no dar explicaciones, que ahondarían en situaciones que no estaba en capacidad de sobrellevar.
Porque sencillamente no le pertenecían.
—Ella sabrá disculparte— se acercó a su marido, poniendo una mano en su hombro haciendo que dejara de mirar por el gran ventanal.
Si intuía algo no se lo reveló, puesto que cuando él no le confesaba nada al respecto es porque no debía de enterarse, pues se lo decía todo.
Respetando ese espacio, cosa que agradecía al ser una persona tan invasora para que su curiosidad se saciara al entero.
—Pensaría lo mismo si por lo menos me hubiera dedicado algunas líneas en las cartas que se comparten— repuso no profesando el consuelo necesario, cuando venía a su cabeza alguien en específico que merecía que descargarse todo su infortunio, sin escatimar en esfuerzos de destrucción—, pero solo me desea buena salud— culminó enfurruñado, y pese al panorama fue algo que la hizo reír.
—Compréndela un poco— se ubicó a su costado con la voz melosa a la par de burlona.
Pues pocas veces se tenía la fortuna de ver a un hombre de su categoría en ese estado.
» No es fácil darse cuenta de que la persona que no solo quieres como un segundo padre, que admiras y los ves como el más perfecto ser sobre la tierra... es humano— ¿Qué? Sabía que ella lo veía de esa manera, pero no dejaba de desconcertarlo que alguien alterno lo percibiera.
Pero era de Catalina Steward de la que estaba hablando.
Esa mujer era una adivina.
Su hechicera idolatrada.
» Y como tal también comete errores— le acarició el brazo, consiguiendo que interceptara su mano en el camino para llevársela a los labios, besándole con devoción infinita.
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Editado: 22.04.2023