(Andaluz - Provincia de Córdoba)
Andalucía – España.
Castillo de Priego.
1 de marzo de 1784...
Una pequeña niña de cabellos rojizos estaba más que cansada por el maravilloso momento que había vivido a sus cortos dos años.
Pues ese mismo día se había llevado a cabo la celebración de su nacimiento, la cual gozó con la presencia de la familia que portaba gracias a sus dos padres. Entre estos a su primo Archivald, hijo de sus tíos maternos, Kendrick y Catalina, los Duques de Montrose, que era tan solo dos años mayor que ella, con el cual jugó hasta que el cansancio le ganó.
Al igual que por parte de la estirpe paterna, sus primos Javier y Luisa hijos de su tía Enriqueta con el tío Francisco, Condes de Belalcázar, que resultaban ser mucho mayores, y un tanto hoscos, pero de igual manera la agasajaron, pese a su temperamento distante al no ser muy sociables.
También estuvieron presentes algunos conocidos, entre ellos el Rey de dicho país, el cual para esos momentos era tan solo un aspirante al trono en espera a que su antecesor cediera el poder.
Todos reunidos para compartir un momento con los Marqueses más importantes del país, al igual que con su pequeña niña, que acarreaba una ternura que enamoraba al más huraño a su paso.
Las recreaciones proporcionadas para los pequeños resultaron un éxito, y todo el mundo elogiaba a la festejada.
Desde juegos de té para las chiquillas, hasta los padres que se quitaron por un momento sus poses de lores para dejarse llevar, pateando un poco la pelota, y jugando al tiro con arco con sus hijos, siendo muy popular en esa época.
La fiesta terminó hasta entrada la noche, y para cuando se fue el último invitado ya la infanta había caído rendida en los brazos de su tía Catalina, que era de los únicos familiares que se quedarían como huéspedes por la lejanía de sus tierras, aprovechando que hace mucho tiempo no veían a sus parientes.
...
Mientras eran acomodados los pequeños por sus respectivas madres, los caballeros disfrutaban de una copa en el estudio del señor de la casa.
Si es que se le podía decir de esa manera a la discusión acalorada, que tensaba los hilos de una relación que llegaría a su fin, fracturando a la familia sin entender como iniciar a reconstruir los cimientos que se vieron afectados, al punto de querer arrancarse el corazón del pecho por el ser amado.
Fingiendo para no dañar al único espíritu, que no merecía tamaño sufrimiento.
—Jusepe, esto no puede continuar— exclamó Lord Kendrick Stewart, Duque de Montrose, el cual estaba al tanto de la situación, y en total desacuerdo con el actuar del esposo de su cuñada.
Fomentando el interés al respecto al ser el progenitor de la pequeña que tanto adoraba, la cual estaba corriendo peligro desmedido si esos hombres cumplían sus amenazas.
Unas que llegaron a sus oídos, porque portaba ojos en todos lados, interfiriendo solo al ver que dañarían a uno de sus bienes preciados.
—Lo sé, Stewart— se pasó las manos por el cabello azabache, despeinándose en el proceso—. Te aseguro que deje esa vida, pero mis desfaces no me han permitido sentar cabeza al deber una fortuna a esos malditos estafadores— se escuchaba frustrado, cansado, con los nervios de punta. pese a la fachada de hombre feliz que había demostrado hace tan solo unas cuantas horas atrás de cara a la sociedad.
—Dinero que pudiste pagar gracias a el préstamo que te concedí, pero tus vicios te volvieron a gobernar— era cierto, pero fue más fuerte que él. Y ya no tenía como responder, no porque Kendrick no pudiera prestarle la suma, si no por el hecho de ya no estar a su alcance, cuando la perdida se había triplicado, contando con que los intereses estaban absurdamente por los cielos.
Ni vendiendo todo lo que poseía por fuera del título alcanzaba a cubrir la mitad de la deuda, que unos meses atrás casi le cuesta la vida de sus mujeres en medio de la carretera.
—Esos estafadores me tienen de los cojones— aceptó desfigurando su rostro al completo.
Apesadumbrado, pensando en las palabras de la mujer que amaba en las que le declaraba entre sollozos, que si no lo resolvía se iría con su hija, pese al sentir que le profesaba.
—¿Estafadores? — preguntó con incredulidad su receptor, creyendo que era un sínico de lo peor.
Admirándolo tiempo atrás por ser uno de los pocos hombres que guardaban honorabilidad, no dejándose corromper al completo por la carga del título perecedero.
Que equivocado estaba.
Lo que merecía era que le arrancara la cara de un puñetazo.
» Por si no lo recuerdas, esas personas solo están cobrando lo que les debes por tus excesos— recalcó aquello con asco—. Así que hazte cargo de tus actos antes de que Aine, y Ángeles paguen por tus insolencias.
Sabía que tenía que hacerlo, pero no comprendía como.
Ni siquiera recordaba cómo llegó a esos extremos.
Su pasado no era un jardín de rosas, pero tampoco como para verse consumido por el juego.
Solo supo que un día sintió la adrenalina en su sangre, la satisfacción de ser el vencedor, de verse como un campeón, y ya no pudo parar.
Hasta que la suerte le dio la espalda, y con esta se tambalearon los cimientos de la vida que había formado con la mujer perfecta, que lo esperaba sin replicas.
Permitiéndose intervenir cuando puso en juego todo por cuanto habían luchado.
En especial lo más sagrado.
—No te permito que interfieras en este asunto— graznó a la defensiva, pero ya no sabía cómo proceder, y sí que tenía una salida, pero sería la última que tomaría.
En eso no cedería.
Por su parte Montrose se sentía rabioso, hastiado, fastidiado, y con ganas de golpear algo.
Odiaba intervenir en asuntos de terceros, pero se trataba de la hermana del amor de su vida y la pequeña que se había robado su corazón, desde el primer momento en que le avistó.
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Editado: 22.04.2023