Esta es la tercera parte de la trilogía de Las Hijas de Walter. Es una historia aún más misteriosa, llena de giros inesperados.
Stella.
La débil luz que se filtraba por la ventana desde la farola de la calle apenas iluminaba la habitación, pero era suficiente para vislumbrar el deseo franco y lujurioso en los ojos del hombre cuyo nombre desconocía. En ese instante efímero, él y yo éramos solo dos extraños, sin necesidad de conocernos más. No habría charlas amenas ni paseos bajo la luna. En la oscuridad de aquel encuentro, solo importaba una pregunta: ¿Ir a mi casa o a la suya? Y decidimos por la suya.
El hombre me tomó con firmeza, explorando mi cuerpo con una intensidad que encendía la pasión. Cada uno de sus movimientos buscaba mi placer, y debo admitir que lo lograba con maestría. Cada impulso, cada caricia, estiraba el hilo de la satisfacción hasta casi romperlo, dejándome sin más resistencia que ofrecer.
Mis músculos se tensaron, mis gemidos escapaban sin control. Quería gritar, rascarle la espalda, sin importarme si causaba dolor. Solo quería satisfacer el deseo que me había llevado hasta aquí. Solo una noche, solo una intimidad y no había deudas pendientes entre nosotros.
Pero entonces, en un instante fugaz, todo terminó. El hilo se rompió, dejándome temblando en el calor de la pasión consumida. Nos quedamos en silencio, conscientes de que este encuentro no cambiaría nuestras vidas. Éramos dos desconocidos destinados a olvidarnos. Siempre pasa lo mismo, como un ritual después de la pasión efímera con alguien que nunca más cruzaría en mi vida. Aunque, quizás, en alguna esquina abarrotada nos topáramos por casualidad, apenas nos reconoceríamos.
Nos habíamos conocido en la penumbra del crepúsculo en un club nocturno, compartiendo besos apasionados y gemidos que avergonzaban al conductor del taxi que nos llevó hasta su departamento. En esa misma penumbra, arrojamos nuestras pertenencias en algún rincón del pasillo y nos encontramos con nuestros cuerpos desnudos entrelazados en su cama. Solo la tenue luz que se filtraba por la ventana era testigo de nuestra fugaz intimidad, una chispa del amor efímero en la oscuridad de la noche y mi vida.
La pasión se desvaneció, dejando en su lugar un vacío abrumador, un tedio que pesaba sobre mis hombros como un manto de desilusión. Todo había terminado como siempre: un fugaz momento de éxtasis seguido de un vacío que inundaba la habitación, dejando solo la sensación de un placer efímero y hueco.
Mientras mi pareja accidental dormía plácidamente, mis pensamientos retrocedieron automáticamente varias horas atrás, hasta llegar a la "encantadora cena familiar" que me habían obligado entrar en ese club elitista. La rabia y el odio me inundaron de nuevo, y necesitaba desahogarme, anhelando sentir, aunque fuera una sombra del amor que tanto ansiaba.
Odiaba a todos los presentes en esa cena: a mi padre, que había truncado cualquier posibilidad de un futuro normal para mí; a mi esposo, que había destrozado mi corazón y se había marchado de la cena como un cobarde, dejándome sola ante la hostilidad de los demás; a Agatha, que me miraba con desprecio como si fuera su enemiga mortal, aunque yo no tenía nada que ver con su estupidez; a María, que se abalanzó sobre mí como una fiera, acusándome de cosas que no eran mi culpa, solo porque había caído en la broma de Benjamín.
Los odiaba a todos porque nunca podría perdonarles lo que me habían arrebatado, lo que me habían negado. Si no fuera por ellos, mi vida sería completamente diferente. Estaba harta de fingir y de interpretar el papel de la buena hija, aunque aguantaba, pero aquel bastardo engreído, el marido de Agatha, y la histeria de María me hicieron reconocer que los odiaba profundamente, y que lo único que deseaba en el mundo era escapar de esa casa y nunca volver a mi familia. Tal vez por eso me había casado con Sam, a sabiendas de que él nunca me había amado. Nunca.
¡O tal vez no! Me había casado con él porque aún estaba enamorada, porque en el fondo de mi corazón esperaba que pudiera haber algo que nos uniera de nuevo. A los dieciocho años me había enamorado por primera vez en mi vida, y aquel amor por Sam se había vuelto el centro de mi universo, haciendo que olvidara los agravios del pasado. Pero entonces, recibí otro golpe devastador.
Descubrí que mi amado Sam solo se había acercado a mí para estar más cerca de mi hermana menor. Él mismo me confesó que llevaba mucho tiempo enamorado de Agatha, y ella, tonta como era, le correspondía, sin dar cuenta que él era para mí. Aquello fue el principio del fin. Sam me rompió el corazón, y yo juré hacerle pagar por ello.
¡Todos tenían la culpa de lo que me había convertido en una bruja mala de película! Podría haber tenido una vida completamente distinta, una vida plena y feliz. No se trataba solo de no poder ser madre; se trataba de que siempre me habían visto como una insignificancia, como un ser inútil y miserable. Yo necesitaba su amor, no su desprecio.
Antes no entendía por qué mi padre hablaba con tanta más ternura y trataba con tanto más cariño a mis hermanas, mientras que a mí apenas si me dirigía la palabra y solo me miraba con ojos de lástima y dolor, aunque yo siempre procuraba ser una hija obediente y buena.
Pero ese día, cuando escuché accidentalmente cómo le decía a Fitz que yo era como un jarrón vacío porque no podría darle nietos y no era digna de su hijo, todo cobró sentido. Mi padre me trataba así porque sabía que era diferente, y porque se culpaba a sí mismo por ello. Luego me obligó a recoger los fragmentos del jarrón roto. Cada trozo me causaba un dolor inmenso, no físico, sino que atravesaba mi corazón, dejando cicatrices profundas. Pero mi sufrimiento alcanzó su punto máximo cuando el ginecólogo confirmó que, debido a un error de médicos incompetentes, me habían hecho someter a una histerectomía parcial. Si mi padre me hubiera llevado a la capital desde el principio, eso no habría ocurrido, pero él prefirió sumergirse en un profundo dolor de la pérdida de su mujer.
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Editado: 23.07.2024