Una segunda oportunidad para Ginebra

Capítulo 9

Dante enarcó la mirada, observando con impaciencia cómo la jovencita que acababa de desposar parecía buscar obstáculos invisibles para no entrar al carruaje.

—¿Pueden ayudarla a subir? —masculló, dirigiendo la orden a uno de los lacayos.

Notó con sorpresa que ella no esperó a que alguien la ayudara y se apresuró a acomodarse junto a la otra puerta, abrazando un saco sobre su regazo y quedando sentados en diagonal. Esta situación le causó un poco de gracia. El ayudante cerró la puerta y, de inmediato, comenzaron a arrear los caballos, poniéndose en marcha.

—¿Debo suponer que esas son todas sus pertenencias? —preguntó, intuyéndolo.

—Sí, milord.

Escuchó su respuesta y, aunque no la miraba, le agradó su vocecita firme.

—De ahora en adelante, no serán las únicas. Debes estar a la altura del lugar al que nos dirigimos.

—¿Es necesario, su gracia? —preguntó, levantando la cabeza, aún sin mirarle.

—Lo es. Debes estar a la altura del lugar al que vamos.

—¿Por qué? Según el acuerdo de matrimonio, estoy despojada de todo derecho —adujo la chica, haciendo que su mirada se ensanchara.

Había esperado encontrarse con una muchacha dócil y sumisa; no obstante, comenzaba a llevarse una sorpresa. Sin embargo, no le desagradaba en absoluto que ella lo mencionara con claridad, pues consideraba que era mejor de ese modo. Los matrimonios morganáticos buscaban cercenar ambiciones; sin embargo, también procuraban proteger, y eso era lo que estaba haciendo con ella.

—No de todo —repuso. Entonces, ella lo miró, hechizándolo con sus hermosos y grandes ojos de un gris cristalino, además de sus mejillas sonrojadas. Luego, volvió a bajarlos, privándolo de la agradable vista. Dante reconoció asimismo que había cometido una locura, pero los antecedentes la hacían válida—. Sabes a qué me refiero, ¿verdad? —añadió, enrojeciéndola aún más.

En el fondo, le divirtió mortificarla; para él, era evidente lo que ella estaba pensando en su inocente cabecita. Pero muy lejos de lo que se imaginaba, no hablaba de los deberes concernientes al lecho conyugal, sino de los que debería afrontar cuando la presentara a su familia como su esposa.

Meditó en que casarse no estaba en sus planes como algo primario en lo que preocuparse; sin embargo, el matrimonio era una obligación ligada a su título y lo que conllevaba cargar con un apellido tan respetable como el suyo. Así que, en parte, casarse de forma tan sorpresiva y apresurada no solo buscaba evitar que su amigo el barón armara un escándalo, sino que él también buscaba provocar uno para acabar con las especulaciones de su madre sobre con quién debía casarse. No obstante, también era algo de lo que James Foley no debía enterarse, al menos por el momento.

—Si es lo que desea, milord; sin embargo, espero que no olvide que, aparte de mi nombre, no tengo nada más que ostentar —adujo la chica, su rostro pálido, pero conservando su entereza.

Dante acarició su barbilla.

—En ese caso, ostentarás el mío —repuso con tranquilidad ante la cautelosa mirada que parecía escrutarlo con una férrea expresión de asombro.

Él no apartó la suya y cada vez se convenció más de que no se había equivocado con su elección. Ginebra lo fascinaba como lo haría la cata de un buen vino amontillado. El carruaje se detuvo, haciendo que ambos miraran por sus respectivas ventanas. El lacayo descendió, tocando la ventana y avisándole que habían llegado. Dante notó la sorpresa en la mirada de la joven.

—¿Por qué nos detenemos aquí? —preguntó con un deje de desconcierto en la voz.

—Simple, porque lo que llevas en ese saco no será suficiente, Ginebra Forrester —respondió, notando cómo sus hermosos ojos volvían a ampliarse.

Aunque la reacción le resultaba exigua para lo que se esperaba de una mujer que iba a entrar a una tienda de ropa, en el fondo la disfrutó como si se hubiera tomado el primer sorbo.

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