Capítulo 9. ¿Hemorroides o matrimonio? El dilema

Franco

*

—¿Y si me demanda?

Manolo enarca una ceja, no entiende mi preocupación. Está masticando chicle y me recuerda a una jirafa comiendo.

—¿Por qué te demandaría, Franco?

—¡Porque encerré en un armario a la maquillista! —respondo un poco exasperado, ¡pero es que ya le conté la historia un montón de veces!

—En ese caso te demandaría la maquillista por privación de la libertad o algo así, no sé… ¿te podría demandar por secuestro? ¿es lo mismo que privación de la libertad?

Masajeo el puente de mi nariz. Manolo no es de ayuda, nada.

—¿Tengo cara de abogado? ¡Yo que sé!

—Eres actor, deberías de ser capaz de poner cara de abogado —explica y finge una expresión de seriedad que no le queda porque sigue masticando como jirafa de zoológico.

Respiro hondo o le arrebataré la bolsa de frituras para pisotearla hasta reducirlas a migajas, ¡estoy al borde de un colapso nervioso!

—Olvídalo, Manolo. En serio, olvídalo.

—Ok.

Mi representante se deja caer a mi lado, en la otra silla endeble de plástico, y abre su lata de refresco que también me recuerda a Marianne.

Nos encontramos en la parte trasera del salón de belleza en mi hora del almuerzo. No es el mejor sitio para comer, es decir, tenemos el basurero de los locales comerciales a unos metros, pero estoy cansado de olfatear los químicos de la estética.

—Ese reloj me gustaba —suspira él.

Y lo imito, pero no porque extrañe mi reloj, sino que fue un regalo de Esther y tiene grabado mi nombre.

—Puede ubicarme con el nombre, Manolo.

—Si te apellidaras López no estarías preocupado, ¿te imaginas cuántos «Franco López» hay en el país?

—Muchos más que «Franco Harp».

Manolo mete un montón de frituras en su boca y mastica ruidosamente.

—No creo que te demande, ¿no dijiste que quedó encantada con el maquillaje?

—Sí, pero fue antes de enterarse de que encerré en el armario a una mujer y usurpé su identidad.

—Técnicamente no la usurpaste porque no fingiste ser mujer.

¿Ya dije que Manolo no es de ayuda?

—Hoy andas brillante, eh… —suelto con sarcasmo.

—Gracias —Y, claro, no entiende mi tono.

Comemos en silencio un rato. Manolo también está en su hora del almuerzo, pero ya terminó con su hamburguesa de tres carnes y ahora está por acabar con la bolsa de frituras. Yo como sin ánimos el atún, la ensaladas y sus insípidas tostadas; no sé la razón por la que continúo torturándome con la dieta y el gimnasio, si parece que pasaré hasta el último día de mi vida en este salón de belleza.

—¿Quieres llorar, Franco?

—No —miento.

—Ya tendrás otra novia con dinero que te compre un reloj así, no te preocupes.

Meto una enorme porción de atún y tostadas en mi boca para no enviar a Manolo a ver si ya vuelan los cerdos.

»De hecho, oh, mira —dice mientras revisa su celular—. Tengo un casting para ti.

Aquello borra todo mi malhumor y miedo, es justo lo que necesito. Olvidarme de la deuda, el reloj, Marianne… Tal vez tenga un poco de suerte y encuentre el protagónico que me llevará a Hollywood; con eso tendría el dinero para pagar esa dichosa deuda.

—¿Qué es? ¿Serie? ¿Película? ¿Amazon? ¿Netflix?

Manolo niega.

—Un anuncio comercial para un medicamento contra las hemorroides, pagan bien.

Los logos de Amazon y Netflix explotan por arriba de mi cabeza y sus fragmentos vuelan por los aires hasta incrustarse en mi pobre y maltrecha autoestima.

—¿Hemorroides?

—Sí, ya sabes, esos que salen en…

—Ya sé en dónde —interrumpo—. No lo haré.

Manolo aparta la mirada del celular y me observa.

—Pensé que necesitabas el dinero para comprar ropa a las bebés.

—Pues sí, pero haré unas horas extra el fin de semana y con eso bastará —miento.

Parece que últimamente toda mi vida se basa en mentiras.

—Franco…

—No haré un comercial de hemorroides, Manolo.

Él suspira muy hondo, se incorpora, saca un cigarro de la cajetilla que tenemos en la mesa y lo enciende.

—Franco, no estás entendiendo.

Bajo la mirada y encojo los hombros.

—Manolo, ¿cómo seré descubierto haciendo comerciales de hemorroides?