—Me estoy muriendo —afirmó tajantemente Demian Cuder.
Mara acababa de llegar a la comisaría, ni siquiera había terminado de colgar su campera.
— ¿Qué te pasa? —preguntó cuando pudo preguntar algo.
—Me estoy muriendo.
—¿De qué?
—No sé, pero es terminal.
—¿Qué te dijeron los médicos? ¿Es cáncer?
—Puede ser.
—¿Pero qué te dijeron los médicos?
—No fui a ningún médico, no necesito un médico para saber que me estoy muriendo.
—Cualquier otra persona diría que sí.
—Te cuento que me estoy muriendo y lo único que te importa son los médicos.
—Pero… no sabes lo que tienes… puede ser que haya tratamiento, puede ser que no te mueras.
—Me voy a morir. Pero antes voy a dejar este trabajo, no quiero pasar los últimos días de mi vida en esta oficina. Quiero conocer el mundo, dedicar tiempo a mis seres queridos. El jefe me informó que serás mi sucesora. Felicitaciones, o lo sea que se diga cuando te confinan al archivo.
Hasta donde Mara sabía, Cuder vivía solo con un gato y no tenía plata para viajar. Pero una de las cosas que había aprendido en su trabajo era no juzgar a las personas por las apariencias. Cuder podía haber heredado una fortuna o robado un banco. Habían robado un banco el martes pasado.
—¿Robaste un banco? —le preguntó.
—¿Es una pregunta o una acusación?
—Es una pregunta
—No.
—¿Recibiste una herencia?
—No. Sólo me estoy muriendo.
—Tienes que buscar ayuda.
—No necesito ayuda para morirme.
—Pero...
—¡No! —estalló Cuder golpeando la mesa— Llevo años soportando todo tipo de cuestionamientos: a mi inteligencia, a mi virilidad, a mis habilidades para los deportes, a la existencia de mi esposa que lamentablemente se tuvo que ir del país hace años… ¡no te voy a permitir que me cuestiones cuando me estoy muriendo! —se levantó empujando la silla.
—Perdón, no fue mi intención...
—Está bien. Que tengas una buena vida.
—Espera…
Cuder se dio vuelta y la miró con ojos cansinos y enrojecidos.
—¿Qué?
—Tengo un rato libre, antes de empezar, si quieres podemos tomar un café.
Sólo había una cafetería abierta cerca de la comisaría, estaba llena de cucarachas y las sillas de madera se destartalaban con la mirada, las tazas siempre estaban sucias y el mozo-propietario maltrataba con dedicación a los pocos clientes.
Terminaron optando por un local angosto de comida asiática (no podían ser más específicos ni por la letra por el menú). Era uno de esos lugares de comida al peso, vegetariana y colorida.
-—¿Sabes qué es lo más raro de esto? —los ojos de Cuder recorrieron el pequeño restaurante con seis mesas amontonadas y un solo baño— Que los chinos lograron imponernos la idea de que su comida tradicional es sana y vegetariana. Como si nunca hubiéramos visto restaurantes en China, como si no tuviéramos Internet. Gato con arroz es de lo más sano.
Mara lo miró de reojo, pero enseguida volvió la atención a su intento de entender qué era exactamente lo que había en ese recipiente. Las anotaciones con marcador no ayudaban y estaban casi borradas por el vapor.
—No te preocupes, no nos entienden —murmuró Cuder.
Mara se estaba arrepintiendo de haberlo invitado a tomar un café, y de entrar a ese restaurante, y de haber elegido ese tofu gelatinoso. Pero ya no lo podía sacar porque se había entreverado con los fideos, brotes de soja, huevo, zanahoria, salsa de soja y otros ingredientes irreconocibles para ella. Los tomates agridulces fueron la mejor decisión que Mara tomaría ese día.
La única mesa libre era la que estaba contra el baño. El olor a incienso dominaba en el aire vaporoso. Una mujer estaba sentada con sus dos hijas en la mesa de al lado. Las tres hacían cosas con los celulares y sólo una de las niñas comía, sin mucha dedicación.
Cuder revolvió en su portafolios hasta sacar un llavero de cuero. Lo puso sobre la mesa y se lo alcanzó. Ella lo miró extrañada.
—Es un regalo —le dijo.
Mara observó el llavero durante unos minutos. Estaba roto en los bordes y tenía el dibujo de un sol en el medio. Un sol geométrico de un amarillo gastado.
—¿Qué es?
—Un llavero.
Mara lo miró en silencio.
—Para la funda del arma. Lo llevé colgando de la funda de mi revólver durante años, siempre me dio buena suerte
¿Buena suerte? Le estaba regalando un pedazo de cuero que había estado años rozando sus huevos sudados debajo del pantalón. ¡Un gran regalo! Muchas gracias. Lo metió en el bolsillo con una sonrisa fingida, mientras pensaba dónde lo iba a guardar. No lo podía tirar, eso sería demasiado cruel porque aparentemente Cuder se estaba muriendo.
—Si te surge alguna duda con los archivos no dudes en escribirme. Mientras pueda te voy a responder. ¿Estás entusiasmada de empezar tu nuevo trabajo?
—No.
—Vas a ver que es un buen trabajo. Estás tranquila, nadie te molesta, y estás en contacto con los archivos de todos los casos... —bajó la voz— puedes leerlos todos y ver las fotos.
La mujer y las hijas se pararon antes que ellos y pasaron al baño, las tres. Mara tuvo que correr la silla varias veces. Se escuchaban los chorros contra el agua del inodoro. Se fueron antes de que salieran para no tener que moverse otra vez.
Mara saludó a la mujer que atendía detrás del mostrador, no recibió respuesta.
—Te dije que no te entienden.
La casa de Cuder quedaba de paso. Mara estaba pensando en la mejor forma para saludar a un moribundo, cuando el hombre le hizo un gesto con la mano y se metió a su casa dejando la puerta abierta.
Hacía frío y estaba bastante pasada de la hora del almuerzo. Se frotó las manos debajo de los guantes y las metió en los bolsillos de su campera.
Cuder volvió con una sonrisa amplia de dientes amarillos y un rifle en las manos. Se lo extendió y su sonrisa estiró su rostro lleno de pliegues.