El Rey Kobua, con su corazón lleno de ira por el ataque a su reino, se levantó al alba para preparar su respuesta. Con los primeros rayos del sol iluminando el horizonte, reunió a sus hombres más leales y valientes para formar un ejército decidido a enfrentarse a la amenaza de los hombres lobos. Durante la noche anterior, el Rey había dado órdenes de vigilar los alrededores del castillo, observando atentamente y con cautela por si el enemigo volvía a acechar entre las sombras de la noche. Ahora, con la luz del nuevo día, era el momento de actuar y defender su reino de cualquier peligro que se interpusiera en su camino.
La guardia real, bajo el mando del Rey, se desplegó por los bosques circundantes en busca de señales de las misteriosas criaturas que habían atacado su reino. Pero, pese a sus esfuerzos, no encontraron rastro de los hombres lobos, la misma naturaleza parecía proteger a estas bestias, ocultándolas de la vista humana.
Decidido a obtener respuestas y consejos para enfrentar esta nueva amenaza, el Rey convocó a una reunión a el anciano más sabio de la aldea, un renombrado brujo cuyo conocimiento de lo sobrenatural era legendario en todo el reino. Con la esperanza de encontrar una solución a este misterio, el Rey se preparó para escuchar las palabras de sabiduría del anciano, dispuesto a hacer lo que fuera necesario para proteger a su pueblo y restaurar la paz en su reino.
El brujo no tardó en deducir que Kenya había sido la responsable de atraer a las bestias hasta el castillo, por lo que tras una larga conversación con el Rey Kobua, se dirigieron juntos a la alcoba donde la joven se escondía, aún aturdida por el susto de la noche anterior.
—¡Padre! —exclamó Kenya con sorpresa al ver al Rey frente a ella, algo poco común—. ¿Qué hacen aquí? —preguntó con temor al percatarse de la presencia del brujo.
Kobua, visiblemente enfurecido, no dudó en señalar a su hija con acusaciones:
—Tú has traído desgracia a nuestro hogar, y Sangun tendrá que hacerse cargo de ti —dijo el Rey, con su voz cargada de ira mientras señalaba a Kenya con el dedo.
—¡Pero padre! ¡Yo solo fui a bañarme al río, no hice nada! —se defendió Kenya, desconcertada por las acusaciones.
Sin embargo, el brujo interrumpió con vehemencia, instando al Rey a no creer en las palabras de su hija:
—¡Kobua! ¡No la escuches! —gritó Sangun, cubriendo los oídos del Rey—. Ella ya ha sido marcada por la sangre, no podemos confiar en una mujer que sangra. Es evidente que fue ella quien atrajo a esas criaturas con sus actos.
Kenya, incrédula ante las acusaciones, protestó enérgicamente contra las palabras del brujo.
—¡Es mentira! ¡Yo no hice nada de eso! —exclamó, pero su voz fue sofocada por la autoridad del brujo y la furia de su padre.
—¡Cállate! Sabemos que los animales nunca te atacarían. Desde pequeña has mostrado poderes extraños, incluso el tigre que os atacó años atrás prefirió llevárselo a él, el futuro Rey en lugar de a ti. ¡Ese tigre sabía que tú no eras pura! —sentenció el Rey, mientras Kenya intentaba explicarse.
—¡Padre, yo solo tenía un año cuando ocurrió eso! Y madre murió protegiéndonos a mi hermano y a mí, ¡yo no tengo la culpa! —argumentó Kenya, buscando comprensión en su padre.
Pero Kobua, descontrolado por la ira y el temor, exigió que el brujo revisara a su hija de inmediato.
Sangu tomó el rostro de Kenya entre sus manos y la miró fijamente, recitando palabras desconocidas mientras buscaba en sus ojos alguna señal de culpabilidad. Mientras tanto, el Rey, incapaz de contener su furia, comenzó a revolver frenéticamente la alcoba en busca de evidencias que respaldaran las acusaciones contra su hija.
Mientras examinaban meticulosamente el cuerpo de Kenya en busca de evidencia de su supuesta culpabilidad, Sangu no tuvo reparo en desnudarla por completo, ignorando cualquier atisbo de pudor o vergüenza que la joven pudiera sentir con la presencia de su padre. Con gran interés, recorrió cada centímetro de su piel con sus ojos penetrantes, deteniéndose en cada detalle, hasta que su mirada se posó en una peculiar marca blanca sobre el vello púbico, con una forma que recordaba a una nube en el cielo.
El brillo de sorpresa en los ojos de Sangu fue evidente cuando descubrió la marca, como si aquello confirmara sus más oscuros temores. No perdió ni un segundo en señalarla con vehemencia hacia Kobua, buscando así corroborar sus sospechas.
Kobua, al ver la marca, no pudo contener su ira y decepción. Sus manos temblaban de furia mientras observaba aquel símbolo que, para él; representaba una conexión innegable con las fuerzas oscuras que habían asolado su reino.
—¡Vístete! —ordenó con voz ronca, sus palabras resonando con autoridad y condena al mismo tiempo—. Serás repudiada... Eres una bruja... Tú invocaste a esas bestias. No permitiré que traigas más maldiciones a mi hogar. ¡Fuera de aquí! ¡Eres una impura!
Kenya, sumida en el abrumador torbellino de emociones, se vio obligada a enfrentarse a la realidad de su destino. Mientras se vestía apresuradamente, las lágrimas corrían por sus mejillas, mezclando la tristeza, el miedo y la impotencia ante la injusticia de sus acusaciones.
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Editado: 19.06.2024