Capítulo tres.
Fue un suceso del que todo el mundo se enteró en menos de cinco horas. Pero nosotros fuimos los primeros en saberlo, cuarenta minutos después del impacto.
El avión que salió esa tarde-noche del aeropuerto Internacional John F. Kennedy, no estuvo ni cinco minutos en el aire. El señor Wright había hecho sus gastos en reparaciones y mejorías, para que todo estuviera perfectamente ajustado y en su función. Pero falló al contratar un piloto cuya experiencia difería del entrenamiento actual para el diseño de aviones más sensibles. El avión estaba bien, incluso el piloto lo estaba. El error fue, simplemente, la ignorancia.
Y la ignorancia estrelló un avión de miles de dólares contra una pequeña localidad cerca de Queens, sólo porque el piloto manejó con mucha rudeza los pedales en medio de una leve turbulencia al despegar.
Toda la tripulación, incluyendo a cinco personas en tierra, fallecieron en el acto. Madeleine Campbelle, mi mamá, murió de inmediato. Todos. Todos, excepto El "honorable" señor Wright, que murió doce horas después en el hospital más cercano, con todas las atenciones y todas las medidas de prevención posibles para sobrevivir; todo el dinero considerable dejado en manos de los doctores y todo la fe de su hijo puesta en su mejoría. Pero nada de eso valió al final.
A partir de ese instante, el mundo, sí, siguió girando. Las cosas tomaban el curso que debían; aunque todo parecía demasiado enredado, seguían corriendo según lo requerían. Pero yo no me movía. Vi a Noa despedirse del señor Wright sobre su cama de hospital, lo vi también intentando hacerse el fuerte, tragándose lágrimas y gritos, lo vi en entrevistas de prensa, lo vi firmando documentos y papeles, lo vi ponerse la corona de rey y quitarse la de príncipe. Y yo simplemente existía mirando a mi alrededor cómo todo empezaba a cambiar, cómo mi vida había dado un vuelco enorme. Todo sin poder sacarme de la cabeza esa última mirada juguetona, esa malicia compliciva, y sobre todo, estas palabras: "No siempre voy a estar para preguntarte qué te pasa"... Esos sermoncitos, por más molestos que alguna vez me habían parecido, ahora sonaban en mi cabeza como la melodía más dulce del mundo, y a la vez tan amarga que hacía llorar.
El día del entierro, asistió mucha gente que jamás había visto ni en las fotografías playeras de los años 90 que mamá guardaba todas en un cajón y decía "somos mis amigas y yo". Bueno, ése día vi a un montón de gente llorando la muerte de una "amiga" que probablemente nunca conocieron de verdad. Pues yo sí la conocía, era testaruda y sabionda, estirada y con aires de dictador, pero también era lo más tierno que puede ser una mujer de cuarenta, y lo más divertida que nunca será una de veintitrés.
Al señor Wright y a mi mamá, los sepultaron uno junto al otro en el cementerio central de Nueva York un viernes a las tres de la tarde. Yo llevé un discreto vestido negro sin mangas, ése que nunca había usado más que la vez que fui el cuervo en una obra del colegio, y sí, aún me quedaba.
El cielo nubló cualquier buen ánimo y, como en todo entierro de ricos sin familia ni amigos sinceros, el único que habló fue el padre.
Noa estaba a mi lado. Estaba tan inmóvil y mirando la urna con tanta fijeza, que casi parecía una estatua encarnada. La corbata ajustada y el traje perfectamente encajado en su cuerpo, le daban un aura de seriedad aún mayor que la normal. Y eso, en lo que Noa pudiese convertirse una vez pasara todo esto, me daba miedo. Ahora estaba sola, estaba sola con él. Y no sabría decir si eso era brutalmente bueno, o demasiado malo.
Una vez que acabó la ceremonia y todo el grupo de hipócritas empezó a dispersarse, volteé a mirar al coche familiar donde Joe nos esperaba de pie junto a la puerta, con las manos una sobre la otra frente a sí, y su cabello gris agitado suavemente por el viento. Esa imagen, de volver a casa, volver sin mi madre y con una enorme incertidumbre respecto al futuro, me llenó de pánico.
Cuando volví la cabeza a Noa, éste se encontraba bajo un árbol próximo a mí, en la misma postura de hace un rato pero esta vez con la mirada en el suelo, hablando (o escuchando, porque él permanecía en silencio) con un par de tipos totalmente desconocidos. Noa sólo asentía con la cabeza de vez en cuando, y, me perdone Dios, uno de los tipos le hablaba casi al oído con tanta confidencialidad que me hacía recordar al diablillo en el hombro izquierdo de las caricaturas. Por ello, me quedé mirándolo sin nada de discreción: un sujeto de traje y sin corbata, el saco desabotonado exhibiendo el blanco de la camisa; el cabello castaño claro y una rigidez en la mirada de esas que a veces se convierten en picardías de pura maldad. Así hablaba con Noa.
Hasta que sus ojos se posaron en mí.
No dejó de hablar, pero me miraba. Y sus labios se curvaron en una sutil sonrisa; una mirada pecadora que no acabé de comprender y que se rompió cuando Noa por fin levantó la cabeza y la giró en mi dirección con esa cara de puño por el sol. Con una enorme presión en el estómago, inmediatamente me di vuelta tomando camino. Pero alguien más me lo impidió.
Cuando levanté la mirada (porque casualmente era más alta que yo por sólo un poco), descubrí los ojos de lobo de Georgina y su aire de Megan Fox pero esta vez con el papelito de comprensiva.
─Mae, lo siento tanto ─exclamó en un susurro demasiado encarecido como para mostrarse sincero.
─No ha sido tu culpa, no tienes por qué sentirlo ─musité desviando la cara.
─No ha sido culpa de nadie, Mae. Los medios están inundados de la noticia, es difícil que alguien en todo Nueva York no lo sepa. Y sentí que debía venir a apoyar a Noa, ya sabes.
Volví la mirada con brusquedad. ¿Qué dijo?
─Pues ─exhalé fingiendo una sonrisa─, gracias. No sabía que fueran tan cercanos.
─Sí, bueno, desde la secundaria... Pero, tal vez eras algo pequeña para darte cuenta de que otros niños estábamos creciendo con más rapidez, ¿no?
Editado: 07.09.2021