Under My Wings

23-. Bajo mis alas

Eve:

Desperté casi al mediodía, sintiéndome bastante repuesta. El dolor de cabeza y la ansiedad que cargaba desde hacía tiempo se habían calmado, y ahora me sentía mucho más tranquila. Al parecer Albert tenía razón, necesitaba dormir más. A mis espaldas se encontraba Chris, completamente inconsciente, mientras que su pecho se inflaba con cada inhalación. Además de eso, no daba ninguna otra señal de vida.

Con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco, me giré hacia él, besé su frente con suavidad y me senté en el borde de la camilla. Desde allí, noté que alguien —posiblemente Al—, dejó una bolsa de papel sobre la mesita de noche, y al revisarla, vi que contenía tres sándwiches de queso fundido.

Me los comí con rapidez y tiré el envoltorio a la papelera para eliminar cualquier evidencia. A continuación, volví a acostarme junto a Chris, oculté mi rostro en su pecho y lo rodeé con mis brazos.

«No vayas a llorar, Valentine», me dije a mí misma. «Demuestra que eres fuerte.»

Respiré hondo, y utilizando la poca fuerza de voluntad que me quedaba, pude reprimir las lágrimas.

«Sé fuerte», me repetí. «Al menos por esta vez.»

En ese momento, escuché cómo alguien abría la puerta, por lo que me reincorporé de inmediato y adopté una expresión neutra. Segundos después, tres hombres entraron a la habitación.

El primero era de estatura media, complexión musculosa y tenía el cabello totalmente rapado. El segundo era bastante alto, delgado y tenía su larga cabellera negra amarrada en una coleta. Por su parte, el tercero también era de estatura media, un poco regordete y peinaba su escaso cabello blanco hacia atrás.

Todos vestían con sus respectivos uniformes de médico y se cubrían parte del rostro con tapabocas blancos.

—Buenas tardes, señorita —saludó el sujeto musculoso—. Soy el doctor Matthew Greene, ¿es esta la habitación de Chris Taylor?

—Buenas tardes, doctor —respondí—. Sí, esta es.

—Muchas gracias —asintió el alto, anotando algo en su pequeña libreta.

—Hace rato varios enfermeros le hicieron el chequeo de rutina, no creo que sea necesario repetirlo —indiqué, un poco incómoda por su presencia.

—Al parecer nadie le informó —dijo el tercero de ellos dirigiéndose a los otros dos, quienes asintieron al unísono.

—¿Informarme de qué?

—No vinimos a hacer ningún chequeo —aclaró Greene—. Nos enviaron a aplicarle un nuevo tratamiento.

—¿Qué tipo de tratamiento? —arqueé una ceja con desconfianza.

—Solo es una serie de pequeños estímulos para analizar cómo reacciona su cuerpo —explicó el alto—. Nada arriesgado.

—¿Les tomará mucho tiempo?

—Entre treinta minutos y una hora —indicó el tercer doctor—. Por ahora puede permanecer en la sala de espera.

Era obvio que aquellos sujetos no aceptarían un no por respuesta, así que no tuve más opción que salir de allí a regañadientes y caminar con desgano hacia el lobby.

—Creí que te quedarías a dormir con tu novio —dijo el recepcionista al verme pasar.

—Me quedaré, solo que el doctor Greene le está aplicando una especie de tratamiento y...

—Espera un segundo —me interrumpió—. ¿Acabas de decir Greene?

—Sí, ¿por qué tanto alboroto?

—Porque durante el año y medio que llevo trabajando aquí, jamás he visto en la lista de empleados a alguien con ese nombre —se rascó la nuca—. ¿Estás segura de que escuchaste bien?

—Sí, totalmente —asentí, cada vez más preocupada—. Venía acompañado por otros dos sujetos.

—Oh mierda, espérame aquí.

Sin darme tiempo de pedirle explicaciones, el chico saltó el escritorio de la recepción y corrió con rumbo al pasillo. Luego de un par de minutos, volvió bastante ajetreado, y a juzgar por su expresión, no traía buenas noticias.

—Odio decirte esto —jadeó, tratando de recuperar el aliento.

—¿Qué cosa? —grité, tomándolo por los hombros—. ¡Solo dilo!

—Taylor no está en su habitación —al escuchar esto, mi mundo se derrumbó. Eso era imposible.

No podían llevárselo, ¿o sí?

—Escucha —me pidió el recepcionista—, llamaré a seguridad y nos encargaremos de que nadie pueda entrar o salir de aquí hasta que aparezca.

—Bien —asentí—, me quedaré a esperarlo.

—Nada de eso, ve a casa y descansa, te avisaré cuando lo encontremos.

—Pero yo...

—Esta vez no hay pero que valga, ve a casa.

—No puedes obligarme —crucé los brazos.

—Claro que puedo —afirmó—. Si no te vas por las buenas, llamaré a seguridad.

Me sentí tentada a desafiarlo, pero sabía que, si lo hacía, era probable que solo consiguiera retrasar la búsqueda. Resignada, le enseñé el dedo medio y salí hacia la parada de autobuses. Por suerte, no tuve que esperar mucho, y al cabo de unos cinco minutos, apareció uno con rumbo a mi destino.




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