—¡No te muevas! ¡Quieto maldita basura! —gritó un hombre que sorprendió a Isaac segundos después de perpetrar su crimen.
Aquel sujeto lo perseguía por las afueras del edificio de Golden Wings. Era un individuo de rasgos asiáticos y bastante fornido. Vestía un pantalón y camisa negros en su totalidad. Y aunque no pertenecía a la policía o alguna otra agencia de seguridad ciudadana que Isaac conociera, era un hecho que quería atraparlo y llevarlo ante la justicia.
«¿Qué acabo de hacer? ¡Esto no puede ser verdad!», se dijo mientras intentaba escapar de aquel sujeto que lo acechaba como un león a una cebra.
Entraron en la plaza Salomón, famosa por la catedral del mismo nombre que se encontraba en el centro de esta. Isaac atravesó la plaza a toda velocidad y al abandonarla, llegó a un cercado que antecedía un amplio terreno de áreas verdes. Aquel lugar era conocido para él, eran los límites del Parque de Naranjos ubicado al oeste de la ciudad. Con gran agilidad el joven trepó el cercado de mallas y cayó en una zona poblada de naranjos, limoneros, arbustos y césped abundante.
«No hay vuelta atrás», le decía una voz que emanaba desde lo más profundo de su ser.
—Yo no quería hacerlo —replicó a esa voz en su mente.
—¡Te dije que te detengas, basura! —gritaba el hombre asiático a sus espaldas.
—Si tan solo lo hubiese pensado antes…—, susurró él.
«Ya es tarde para pensar, ahora no eres más que un árbol que no puede escapar de las llamas que devoran un bosque», dijo una voz en su mente.
Haciendo lo posible por apartar esos pensamientos continuó su carrera, intentando dejar atrás a aquel oficial.
«No hay escapatoria», pensó cuando trastabilló con una raíz y cayó al suelo. Al momento de levantarse vio a su perseguidor a pocos metros, y ya sin más que hacer, levantó sus manos a manera de rendición y lo esperó.
—Isaac Caro, quedas arrestado. Tírate al suelo y pon las manos donde podamos verlas —demandó un segundo hombre que, vestido como el primero, salió de detrás de unos arbustos al frente, ubicándose delante del criminal.
—Dije que te tires al suelo —rugió el segundo agente que sin previo aviso, asestó una patada en la rodilla de Isaac, con la cual este perdió el balance y cayó al suelo muy adolorido.
«Acabé con mi vida… ¡Maldición, acabé con mi vida!», pensó luchando por contener las lágrimas.
—¡Te quedas en el suelo, sucia rata! —ordenó el primero de esos extraños policías. Aquel hombre sacó un bastón extensible de uno de sus bolsillos y tras desplegarlo con un fuerte azote que cortó el aire, lo empuñó en dirección al joven.
—¡Me rindo! —exclamó con voz cortada, al tiempo intentaba levantarse.
—Claro que sí, maldito hijo de puta, te tienes que rendir —replicó el segundo de sus captores.
Sin muchas opciones y con gran dificultad, Isaac se puso de rodillas y se llevó las manos a la nuca.
—No te mereces un trato tan considerado y humanitario —anunció el individuo que llevaba el bastón.
Este mismo pasó detrás de Isaac, momentos después y ante la risa del segundo de los oficiales, el joven sintió un fuerte dolor de cabeza que, privándolo de sus fuerzas, hizo que todo lo que veían sus ojos se tornara negro, luego perdió el conocimiento.
Al despertar se encontró en una sala de paredes blancas. En aquella estancia no se veía nada más que dos sillas metálicas, una de las cuales estaba siendo ocupada por él, y una mesa plateada. Del centro de la mesa sobresalía una argolla y una pequeña pero gruesa cadena que se adhería a sus esposas, impidiéndole mover las manos con libertad.
Sintió un vuelco en su corazón cuando los que lo aprehendieron entraron, estos venían acompañados de un hombre con traje blanco y corbata negra. Aquel individuo de entradas pronunciadas, rasgos asiáticos, ojos verdosos y piel clara lo contempló unos instantes y se giró a ver a los agentes.
—¿Él es mi defendido?
—Sí, esta rata es tuya, habla con él rápido, porque pronto lo enviaremos a Corsucal —contestó de mala gana el hombre que lo había golpeado en la cabeza.
Luego esos oficiales abandonaron la habitación, dejándolo a solas con aquel personaje.
—¿Eres Isaac Caro, correcto? —preguntó el hombre sentándose en la silla vacía y estrechando la mano del joven.
—Sí, ¿y usted es…?
—Tu abogado, me llamo Regulus, seré tu representante en lo que viene.
—Le confieso que nunca creí que iba a necesitar un abogado.
—Pues si te consuela no eres el primero, muchos antes que tú pensaron que podían acabar con una vida y seguir adelante.
—Bueno no lo negaré… pensé que saldría mejor parado.
—Seguro… ¿Ya estas arrepentido?
—El arrepentimiento llegó al instante… Pero no soy un hijo de puta como ustedes creen.
Regulus sacó una llave de su bolsillo y quitó el cerrojo que mantenía las cadenas de Isaac unidas a la mesa, cuando lo vio libre le lanzó otra llave para que el mismo soltara sus esposas. Con actitud apática el joven se liberó, luego se dedicó a escuchar a su abogado mientras se sobaba las muñecas.
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Editado: 06.07.2020