Los copos de nieve caían ligeramente esa fría noche, cada uno de ellos pequeño, cristalino y diferente; individualmente no parecían ser mucho, pero cuando varios de ellos se agrupaban, formaban grandes bloques de nieve. Si las temperaturas eran buenas, el bloque era suave y esponjoso, pero; si eran demasiado bajas, rápidamente se convertían en un tempano de hielo, frío y duro.
Alexander los observaba caer uno tras otro mientras le rozaban por el rostro, estos quedaban atrapados entre sus rizos dorados, sus cejas y pestañas, pero eso a él no le molestaba en absoluto.
Cualquier persona que lo hubiera visto habría pensado que era una estatua, pues para él era indiferente si se movía o no. Afortunadamente nadie lo vería esa noche.
Y Alexander lo lamentaba.
Su tarea era; en simples palabras, aburrida. Casi nunca hablaba con nadie, la mayoría de las veces hablaba solo, o fingía ser escuchado; no era lo más reconfortante, pero; algo es algo, se decía para sí mismo.
Sentía que su vida pasaba como en cámara lenta, o así fue hasta que le tocó ella.
Lo más molesto de todo era que él sabía que no podía sentir lo que sentía, y había hecho una lista de todas las razones por las que solo debía limitarse a su trabajo y nada más, aunque a veces tuviera la necesidad de romper con todo y simplemente sentir.
Pero el deber era primero, era lo más importante, su única prioridad, lo demás no importaba.
Se repitió aquel mantra durante horas, pero esa noche en particular, le era imposible mantener el control sobre el deber y el querer.
La tarea de Alexander no era la más común de todas, de hecho, ni siquiera era conocida entre los humanos. Aunque existían muchos mitos al respecto, para todas las personas que observaba, él no existía. Y eso no hacía su tarea miserable, hasta ella.
De nuevo, la chica se metía en sus pensamientos, por supuesto ella ignoraba todo aquello. Pero a él no le pasaba para nada desapercibido. Cuando la vio por primera vez, sus brillantes ojos azules casi saltaron de sus órbitas. Tuvo que disimularlo, pero le fue difícil. La chica era increíblemente hermosa para ser un humano común. Solo había visto pocas mujeres de tal belleza; y por supuesto, no eran humanas, pero eso no era lo que le gustaba de ella. La chica era especial y al mismo tiempo era la más común y corriente de todas, amaba el peligro, y Alexander odiaba eso, pero no podía evitar amarla al mismo tiempo. Era compasiva y le importaba su familia más que a nadie en el mundo, pero lo que a Alexander realmente le gustaba de ella era lo que desconocía. Simplemente se moría de ganas por saber qué pensaba en su pequeña cabeza de niña ingenua, y se preguntaba qué pasaría si lo llegase a conocer alguna vez.
Alex suspiró, sabía que eso nunca ocurriría, sin embargo, todas las noches mientras la veía dormir, fantaseaba con ese día lejano e imposible.
En esa noche nevada, Alexander habría resaltado como un bombillo encendido en medio de la oscuridad, no era solo por su tez blanquecina, casi del mismo color de la nieve, ni por sus cabellos dorados o sus intensos ojos azules; todo eso lo habría hecho resaltar, pero habría quedado opacado por el brillo intenso de las dos enormes alas que salían de su espalda. Parecía que flotaban en vez de nacer de ella, y resplandecían como un pequeño sol en la noche negra.
Alexander era un ángel.
Se encontraba ensimismado en sus pensamientos, mientras veía como la chica que tenía que cuidar hasta el día de su muerte caminaba sola de regreso a su casa. Siempre había odiado esa increíble osadía, aunque él la llamaba estupidez; de los humanos.
Inconscientemente amaban el peligro, y él, al igual que los demás guardianes, no podía interferir en las acciones o decisiones que lo humanos tomarán. De hecho, esa era la primera ley de los cielos: “No interferirás en las decisiones de los humanos, aunque eso le cueste la vida”. Alexander no entendía muy bien cómo funcionaban esas leyes, se suponía que su trabajo era cuidar a los humanos, pero si sus vidas corrían peligro no podía interferir para salvarlos.
Y ya le había pasado varias veces, y todas y cada una de ellas estuvo tentado a salvar la vida de su humano, pero la ley lo prohibía y todas esas veces tuvo que contenerse de hacerlo y ver con impotencia cómo perdía una vida más.
Muchas veces quiso preguntárselo a Zephyr, el Dios supremo de los cielos, pero; así como él era un mito para los humanos, Zephyr era casi un mito para la comunidad de ángeles y arcángeles. Al Dios Supremo y a los secundarios muy pocos los habían visto, y él no era uno de los afortunados.
A veces algunos humanos perdían a su ángel guardián, y a estos se les llamaba ‘los perdidos’, la mayoría de ellos eran criminales, asesinos o delincuentes, personas que habían perdido por completo el camino, aunque ellos no eran realmente el verdadero problema de la humanidad.
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Editado: 04.05.2019