El sol me daba justo en los ojos cuando salí del colegio. Me costaba enfocar, pero el mensaje de Naim todavía brillaba en la pantalla de mi celular:
"Tengo helado, tengo mantas, tengo película... solo falta que llegues tú."
Sonreí. Era viernes, tenía permiso de mamá, y por una vez... todo parecía bien.
Hasta que lo vi.
Catriel.
Apoyado contra el muro del estacionamiento, como si hubiera estado esperándome.
Me frené.
—Sofía —dijo. Su voz era seca, tensa.
—No tengo nada que decirte —respondí, sin mirarlo demasiado.
Pero él no se movió. Dio un paso hacia mí.
—¿Crees que con subir un par de historias y hacerte la víctima ya ganaste? ¿Qué ahora todos te creen?
—Yo no tengo que "ganar" nada. Solo estoy diciendo la verdad.
—¡Tú arruinaste mi vida! —gritó de pronto—. ¡Yo te amaba, Sofía! ¡Y tú... tú te abriste de piernas para él!
Me congelé. Varias personas se giraron. Y ahí, justo frente a todos, Catriel me tomó de los brazos. Me sacudió.
—¡Admítelo! ¡Solo querías a alguien más emocionante!
—¡Catriel, suéltame! —intenté zafarme—. ¡Me estás lastimando!
Y entonces, como si el aire mismo respondiera a mi grito, lo vi.
Naim.
Venía caminando rápido, con Lucas detrás. Su mirada... no era la de siempre. Era fuego.
Llegó hasta nosotros en dos zancadas.
—¡Suéltala! —rugió.
—¿Y si no quiero qué? ¿Vas a pegarme otra vez? —se burló Catriel.
—No —dijo Naim, y le metió un puño directo al rostro.
El golpe sonó seco. La gente alrededor gritó. Algunos sacaron sus teléfonos.
Catriel cayó hacia atrás, tambaleándose.
Lucas intentó detener a Naim, pero ya era tarde. Catriel se lanzó encima de él y empezaron a forcejear.
Yo solo podía gritar.
—¡Basta! ¡Naim, para!
Más chicos se acercaron, tratando de separarlos.
—¡¡tocarla una vez más y te juro que no sales caminando!! —escuché a Naim gritar.
—¡Tú no la mereces! ¡Ni siquiera sabes lo que hace cuando está sola conmigo! —respondió Catriel, con la cara ensangrentada.
Y entonces, sin pensarlo, con el corazón hecho un puño, hablé.
—¡No sigas hablando como si supieras algo de mí!
Se callaron. Todos. Incluido Naim.
Avancé un paso. Mi voz no era grito. Era firme. Fría.
—¿Sabes qué es lo que más te duele, Catriel?
Él me miró, sin saber si responder.
—Que tú nunca me besaste. Nunca me tuviste. Nunca fuiste nada. Y él...
Lo miré a Naim.
—Él no tuvo que forzar nada. Porque cuando te cuidan, te escuchan, te respetan... lo demás llega solo.
Catriel se limpió el labio con rabia. Señaló a Naim.
—¡Esto no termina aquí! ¡Te juro que me las vas a pagar!
Naim lo miró de frente, sin miedo.
—Ya las estás pagando. ¿Quieres saber por qué? —Se acercó un paso, con una sonrisa amarga—. Porque tú hablaste de ella. La expusiste. La humillaste. Pero ni siquiera llegaste a tocarla.
Y sonreí también, rota pero valiente.
—Nunca llegaste a besarme, y él... él ya me besó el alma.
Catriel se quedó en silencio. La rabia en sus ojos ya no era por Naim. Era porque, por primera vez, yo lo había dejado sin aire.
Y mientras lo miraba, sucio, golpeado, con el ego roto, lo supe:
La verdad ya no necesitaba defensa. Porque esta vez, todos la estaban viendo.
La multitud seguía ahí, murmurando, grabando, algunos con los ojos muy abiertos, otros con la boca cerrada por fin. Pero yo ya no escuchaba nada. Solo sentía el calor de su mirada.
Naim se acercó. Su respiración aún era agitada. Su puño, marcado.
Pero cuando me miró… ya no era fuego. Era calma.
Me rodeó con sus brazos y yo me aferré a él como si fuera el único lugar seguro en todo el mundo.
—Ya pasó —susurró, acariciándome el cabello con una suavidad que contrastaba con todo el caos que acabábamos de dejar atrás—. Ya no tiene poder sobre ti.
Asentí, con los ojos cerrados contra su pecho.
Nos quedamos así un momento, sin importar cuántas miradas estuvieran encima. Porque en ese instante, éramos solo nosotros.
—¿Seguimos con el plan de la película? —preguntó en voz baja, con un intento de sonrisa.
Lo miré. Y a pesar de todo, también sonreí.
—Sí. Quiero mi helado. Y esa manta fea con la que siempre dices que no duermes pero que amas más que a Lucas.
Naim rió, esa risa rota pero sincera que solo él tenía.
—Esa manta salvó mi vida, no hables mal de ella.
Tomó mi mano. Y juntos, entre susurros, teléfonos bajando y gente alejándose poco a poco, nos fuimos caminando.
Agarrados. Unidos. Sobrevivientes de una guerra que ya no nos pertenecía.
El sol ya no quemaba. El viento era más suave.
Y en el roce de nuestros dedos, había algo que Catriel jamás iba a entender: paz.
Nos fuimos sin mirar atrás. Porque por fin, todo lo que necesitábamos estaba justo adelante.
Una casa tranquila. Una película. Y nosotros.
Solo nosotros.