Vendida

CAPÍTULO 3: La verdad de las mentiras de Áragog

Partiríamos al anochecer. Pasé horas en la intimidad de un carruaje conmigo misma como única compañía mientras el resto de los hombres compraba y bebía a su gusto.

Me acobijé con la manta que me entregó el hombre que pagó por mí y esperé en silencio con el rostro pegado a la ventana. Pensé en el ardor de mis piernas, en el de mi trasero, y en cómo eso me recordaba a la mano del rey. Pensé en sus golpes, en su aliento alcoholizado que parecía haberse quedado a vivir dentro de mis fosas nasales, en cómo se relamía los labios y cómo esa acción era tan efectiva para revolverme el estómago. Pensé, con fiera convicción, en el odio que decidí tenerle a ese sujeto sin importar su rango, y pensé en mí, en quién era, y en quién me convertiría. Pero sobre todas las cosas pensé en mi compra y en cuál sería el propósito por el que se había pagado por mí una fortuna por la que un lord corriente sería capaz de matar.

«Aquía», escuché de nuevo las palabras de Delphini al despedirse de mí: «Recuerda. Recuerda todo lo que te dije. No puedes cambiar el mundo, pero sí tu vida».

Llegó la hora de partir y solo entonces lo vi entrar de nuevo. No se había quitado la túnica, pero una vez dentro se deshizo de la capucha. Dejó al descubierto un rostro enmarcado con una barba castaña con reflejos color caramelo, afeitada en puntas con pequeños espirales que daban la ilusión de que la parte inferior de su cara estaba en llamas. Sus ojos eran la contraparte de los míos, totalmente negros, y sus cejas, demasiado gruesas y velludas, le daban a su mirar un toque de profundidad extra. Su cabello largo hasta los hombros, del mismo color que su barba, se encontraba recogido en una cola media.

Se sentó a mi lado y me entregó una manta distinta, el doble de gruesa de la que ya arropaba mi cuerpo. Cuando me dispuse a ponérmela encima sentí que me detenía con una mano. Acto seguido, me hizo esperar mientras deshacía el broche de su túnica —dos espadas cruzadas— y se la quitaba quedando solo con un uniforme de cuero negro con decorados en oro. Así me di cuenta de que aquel hombre no solo iba armado con una espada en la cintura, sino que llevaba una el doble de grande colgada entre los omóplatos, y una daga amarrada con una cinta azul oscuro a su brazo derecho.

En el reino de Áragog no había rebeldes, no había monstruos, no había enemigos, y en Ara, su capital, no existía ningún ladrón lo suficientemente loco para arriesgarse a robar cerca del castillo. Entonces, ¿qué inspiraba a ese hombre ir tan bien armado a un sencillo viaje al mercado y de regreso?

—El frío de Ara por la noche te podría matar —explicó él al extenderme su túnica—. Es mejor que primero te pongas esto y luego te montes ambas cobijas encima.

Lo miré expectante por unos segundos antes de tomar la prenda de sus manos, luego vacilé ante la idea de quitarme la manta y volver a quedar semidesnuda y destrozada bajo la vista de alguien más.

Él pareció comprenderlo porque al momento se giró para darme privacidad y dio tres golpecitos a la puerta del carruaje. La reacción fue inmediata, el vehículo se puso en marcha y detrás nos siguieron los demás, llenando el silencio de la noche de Ara con la sinfonía violenta de docenas de caballos al galope.

Cuando terminé de enfundarme con aquellas telas todavía tardé un segundo para decirle que se volteara. En realidad, ni siquiera lo hice, simplemente le hablé:

—Las espadas cruzadas son el símbolo de la Guardia Real. Y madame Delphini te llamó sir, así que... —Él giró para mirarme con una ceja arqueada que delataba su intriga—eres un caballero.

La única respuesta que recibí fue un simple movimiento afirmativo de su cabeza.

—Pero estás dentro del carruaje, y la guardia va parada al frente del carruaje junto a los jinetes.

Por algún motivo eso hizo salir otra vez esa sonrisa altanera suya, misma con la que se había enfrentado a la mano del rey.

—Digamos que tu comprador me dio órdenes directas de quedarme contigo y llevarte a salvo al castillo.

Quise preguntar a salvo de qué o en qué carruaje iba mi comprador, pero en cambio solo dije:

—«Digamos» no suena muy convincente.

Volvió a mirarme con esa odiosa sonrisa suya que contagiaba su rostro y luego se quedó mirando al frente sin responder mi pregunta.

—¿Me dirás quién es mi comprador?

—Ya lo conocerás.

—Me gustaría estar preparada —insistí.

—Nadie está preparado nunca para conocerlo.

No supe cómo sentirme respecto a esa respuesta, y menos al notar la solemnidad con la que él pronunció esas palabras. Sin que nadie me lo explicara, supe que aquel hombre no solo respetaba a mi nuevo dueño, lo admiraba y compadecía a la vez, y eso solo podía significar que eran amigos.

—¿Y tú? ¿Tú quién eres?

Volteó a mirarme con una ceja arqueada.

—¿A qué viene esa pregunta?

—Nos esperan unas horas de viaje, ¿no? Si tienes un mejor tema de conversación, estoy receptiva, de lo contrario..., ¿cuál es tu nombre?

—No te molestes en conocerme si nunca más nos vamos a ver.

—Tampoco es que te esté preguntando sobre cómo se concretó el acuerdo matrimonial de tus padres, es un simple nombre.

Me ignoró de nuevo con su espalda pegada al asiento y procedió a mirar con suma concentración hacia adelante, como si usara el equivalente de toda su fuerza mental para no volver a fijarse en mí.

Yo seguí observándolo, más por el placer de incomodar que como medida de presión. Al cabo de un rato, me volví hacia la ventana, aburrida.

Entonces escuché su voz al fin ceder ante mi pregunta.

—Orión.

Volteé hacia él.

—¿Ese es tu nombre o el de mi comprador?

Giró su cuerpo hacia mí, resignado, y tras dejar salir el aire de sus pulmones con dramatismo, dijo:

—Sabes las costumbres de la guardia y su insignia, ¿sabes algo de la familia real?



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Editado: 02.12.2022

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