—¡Estás loca! —Manuela bufó, frunciéndole el ceño a su amiga de toda la vida. La conocía como una persona sensata, pero sus planes demostraban lo contrario. Sabía que la escritura era su vida, y venderla… era como si pusiera en venta su propio alma.
Nerea sonrió divertida, arrancando con audacia una hoja seca. La relajaba cuidar el jardín, la ayudaba a liberar su mente y concentrar las ideas en lo que era importante.
La casa la había heredado de sus abuelos, y amaba cada ladrillo viejo y desgastado de ella. El pueblo era tan insignificante que ni aparecía en el mapa, pero se encontraba a dos horas de coche de Madrid, y podía salir cada vez que le apetecía. Lo que no era mucho. Su pasatiempo favorito, su trabajo no remunerado, prácticamente su entera vida se podía representar en una sola palabra: escribir.
—Llevo años intentando publicar, y el saldo de mi cuenta bancaria está en caída libre. Si no lo consigo pronto, tendré que irme, Manu, volver con mi madre.
—Cuántas veces te he dicho que aceptes las atenciones del carnicero, ¿eh? — le reprochó Manuela, medio en broma. Por el hecho de que ella estaba felizmente casada con el dueño de la tienda comercial, tenía la impresión que el éxito de una mujer se consiguiera en cuanto tuviera familia, niños y un perro, para cuidarlos.
—¡Por Dios! Cállate. Se parece a los vacunos jóvenes que vende en filetes —rió Nerea.
—No quiero perderte otra vez —lloriqueó Manuela.
—Y yo no quiero irme otra vez, por eso no me queda alternativa.
Junto con la casa, sus abuelos le habían dejado el ahorro de toda su vida, lo que le había permitido vivir tranquilamente en los últimos cuatro años. No obstante, las inversiones que tenía no daban fruto, era el momento de analizar sus perspectivas. Escribir era su vida, pero si no sacaba nada de ello, tenía que buscar trabajo como economista, el área en el cual estaba especializada.
—¿Qué esperas ganar con el anuncio?
—La verdad es que no lo sé. Tanto tiempo intentando publicar, trabajando duro, pidiendo, rogando… —Nerea soltó una carcajada amarga—. Ni recuerdo los días que tenía orgullo. Sé que es una mesura desesperada, pero he llegado tan bajo que no me importa si van a llevarse mis libros y les pondrán otro título y otro autor. Lo que de verdad quiero es seguir escribiendo.
—Tus historias están preciosas —la aseguró Manu, que era su lectora cero.
—Mis historias son mejores que otras publicadas, pero también hay muchas que me superan. Demasiadas, al parecer.
—¿Y no te deprima deshacerte de tus niños?
Nerea soltó una risita por la elección de las palabras, y se acercó a la mesa donde estaba sentada su amiga, dándole un beso en la mejilla.
En el mundo literario se usaba el apodo para las historias escritas. A ella no le gustaba. En cuanto acababa un libro, lo soltaba. Lo liberaba, dejaba que viajara por sí solo, después de un tiempo incluso lo olvidaba. Jamás se iría de su alma, pero ya no le pertenecía. Cuando había escrito “fin” lo había perdido para siempre. No se imaginaba hacer eso con un niño. Era difícil explicárselo a Manuela, que tendía a romantizar el proceso de escritura.
—Tengo muchos «niños» y tendré muchos más. —Optó por una respuesta sencilla—. La verdad es que no creo que alguien me haga caso. Fue una tontería de momento.
—Tú lo sabrás. Solo te pido que no te apresures. Tengo que irme —dijo Manuela, consultando el reloj y levantándose—, los niños salen de la guardería. Avísame si tienes novedades.
—Vale —susurró Nerea, más para sí misma. Su amiga había desaparecido.
Apoyó el talón de un pie en el sillón y se abrazó la rodilla. Ahora que lo pensaba, era mejor quitar los anuncios.
Había despertado de mala leche y la idea se había cruzado en su cabeza. A las seis de la mañana cuando el sol todavía no había salido, le había parecido fantástica. Por contado había soñado bolsas llenas de dinero. No obstante, reconocía que era una estupidez. A pesar de que nadie conocía su identidad, le molestaba pensar que muchos iban a reírse a su costa. Y no era que vayan a llover ofertas con la cantidad de escritores que había en España. Nacían más que los bebés cada día.
Le quedaba por lo menos un año antes de tomar medidas drásticas. Se acostumbraría a la idea de volver a Irlanda natal con su madre. Se empeñaba en quedarse en el pueblo, porque eran los momentos felices de su infancia los que recordaba. Se imaginaba junto a su familia, aprovechando sus momentos para escribir mientras en los otros cuidaba el jardín, miraba cómo jugaban los niños y sacaba del horno un pastel que olía de maravilla.
¡Vete fantasía!
Sí, era mejor quitar los anuncios. Tener fe en ella misma. Confiar en su trabajo y rezar por un gramo de suerte. O por cincuenta golpes de esta.
Quince minutos después, Nerea había borrado todas las publicaciones de las páginas web y se dio cuenta de que se sentía libre. No importaba lo valiente que había actuado ante su amiga, su pecho había estado cargado hasta entonces bajo una especie de presión.
Sí, definitivamente, se sentía mejor. Concluyendo eso, decidió husmear en la nevera para encontrar algo apetecible y preparar otra cena solitaria.
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Editado: 20.06.2020