Pov: Cristina
El amanecer no ha tocado aún el cielo, pero ya estoy despierta. No porque quiera. Dormir en este lugar es como dormir entre ramas de rosas: suave, pero lleno de espinas invisibles.
Las sirvientas entran en cuanto el primer canto de los pájaros suena. Me bañan, me perfuman, me visten con una bata de seda color marfil. Me peinan con una cinta dorada entre el cabello. Me sientan a esperar. Como si una muñeca tuviera algún deseo más allá de ser exhibida.
Y entonces los escucho.
La puerta se abre sin ceremonia. Henry es el primero en entrar, con la respiración agitada y el ceño fruncido. William lo sigue, con los ojos oscuros clavados en los míos.
—No podíamos esperar más —dice Henry, cerrando la puerta tras de sí.
—Estás demasiado cerca de él —agrega William—. No nos importa si ahora tienes un título o una promesa con Kael. No podemos estar lejos de vos.
Retrocedo un paso, sorprendida. Mis sirvientas se han retirado hace rato. Estamos solos. O casi solos.
Lo que ninguno sabe es que, desde uno de los pasillos ocultos del castillo, Kael los ha visto entrar.
Pero no hace nada.
No alza la voz. No los detiene. No se muestra.
Solo observa, desde la penumbra, con esa expresión vacía que lleva desde niño. Está acostumbrado a no ser elegido. A que todo lo que ama le sea arrebatado antes siquiera de poder tocarlo.
Y sin embargo, no siente rabia. Ni celos. Solo esa certeza muda de que está, una vez más, fuera del cuadro.
Mientras tanto, yo estoy entre Henry y William, envuelta en una bata que de pronto parece demasiado ligera.
—Esto no está bien —musito, apenas audible.
—No lo está —acepta Henry—. Pero es inevitable. Me estoy volviendo loco.
—Yo también —dice William, rozando mi mejilla con los dedos—. Pensé que podría acostumbrarme a no tocarte. Pero no puedo.
Intento hablar, pero Henry ya me ha tomado por la cintura, pegándome a su cuerpo. William me besa la clavícula, justo donde el perfume aún no se ha secado.
—No tienen derecho… —alcanzo a decir, temblando.
—Tampoco lo tiene Kael —replica Henry, con voz grave—. Pero él tendrá tu cuerpo por orden del rey. Nosotros lo tendremos porque lo necesitas.
—Porque lo querés —agrega William, tomándome el rostro para obligarme a mirarlo—. Decilo, Cristina.
Mis labios se abren. No digo nada.
No puedo.
El beso de William llega primero. Después Henry. Y pronto, sus manos me desnudan con la misma hambre de siempre. Me hacen sentar sobre la cama, sus cuerpos a ambos lados del mío. Me tocan como si el mundo fuera a acabarse esa mañana.
Y yo… yo no me defiendo.
Porque no quiero. Porque los extraño.
Porque, aun sabiendo que estoy prometida a Kael, mi cuerpo sólo arde por ellos.
Una vez más, caigo entre sus brazos, entre gemidos y caricias, entre lenguas que saben el camino exacto hacia el delirio.
Kael no entra. No interrumpe. No pregunta.
Tal vez ni siquiera haya visto nada.
O tal vez sí. Tal vez vio todo y decidió simplemente no intervenir.
Porque en el fondo, él está acostumbrado a mirar desde lejos. A que nadie lo elija.
Y yo… yo empiezo a sospechar que, bajo esa armadura, hay un hombre que jamás aprendió lo que es ser amado.
Y eso… eso puede cambiarlo todo.