Capítulo 27 – El desayuno del silencio
Pov: Kael
La armadura pesa más cuando no la llevo puesta.
Camino por los pasillos como un soldado sin guerra, con el uniforme de tela fina que me obliga a parecer un príncipe. No me reconozco en el reflejo de los vitrales. Echo de menos la sangre, el barro, el ruido de los cascos galopando hacia la muerte.
Aquí todo es demasiado limpio. Demasiado hipócrita.
El rey ha ordenado un desayuno con sus tres hijos. No es una petición. Es una orden. Como todas.
Mis pasos me llevan al comedor privado, ese donde solo los de la sangre real pisan. Donde se decide quién vive, quién muere, y quién se casa con quién.
Entro y ya están allí.
Henry y William.
Y ella.
Cristina.
La prometida que no elegí. La mujer que debería seducir, domar, hacer mía. Pero anoche… anoche la vi abrirle la puerta a ellos. La vi deshacerse en sus brazos. La escuché.
Y no sentí celos. Sentí… resignación.
Porque ella no me debe nada. Y yo no tengo nada que ofrecerle.
—Kael —dice el rey, desde la cabecera—. Llegas justo a tiempo. Siéntate.
Obedezco. Siempre obedezco.
Cristina me lanza una mirada fugaz. No hay rastro de culpa en su rostro. Tampoco desafío. Solo… cautela.
¿Sabe que la vi? ¿Sabe que escuché todo?
No importa.
El rey corta un trozo de fruta con su puñal de oro.
—Supongo que todos están al tanto de que la ceremonia se adelantará —anuncia, sin levantar la vista—. En tres días serán marido y mujer.
Cristina se queda inmóvil.
William aprieta los puños.
Henry aprieta los dientes.
Yo no digo nada.
—Nuestra victoria debe ser celebrada más allá de las armas —anuncia—. El pueblo ve en esta unión la promesa de una era estable. Una mujer que era sirvienta, ahora futura princesa… Qué historia tan conmovedora, ¿no es cierto?
William aprieta los dientes. Henry ni siquiera disimula el desprecio en su expresión. Cristina, en cambio, sonríe apenas. Esa sonrisa de alguien que aprendió a sobrevivir sin romper la copa en la mesa.
—El pueblo ama los cuentos —responde ella, con una voz dulce y peligrosa—. Incluso si son mentira.
Los ojos del rey se entornan. No está acostumbrado a que una mujer responda con filo. Pero no la detiene. Todavía la necesita como símbolo.
—Kael —dice de pronto—. Has regresado con gloria. Pero quiero que recuerdes que ella no es un premio. Es una bandera. Que se alce donde sea necesario.
Una bandera. No una esposa. No una compañera.
Y aún así, asiento. Porque yo siempre obedezco. Porque si no lo hago, pierdo lo único que me permite respirar en este castillo.
—Entendido, padre.
William se levanta de golpe. Su silla rechina como un grito en el mármol.
—¿Y qué hay de nosotros? ¿No merecemos al menos una explicación? ¿Vamos a fingir que esta pantalla para el pueblo es mas importante que…?
—¿Que qué? —interrumpe el rey, con tono burlón—. ¿Que los deseos de un par de niños malcriados que no saben contener sus impulsos?
La tensión se corta con cuchillo.
Cristina me mira. Por primera vez en toda la mañana, me mira. No hay miedo. Hay análisis. Como si quisiera entender si soy como ellos. Si también estoy ardiendo por dentro.
Empiezo a entender que ella no es una pieza más en este tablero. Y eso la hace peligrosa.
El desayuno termina sin que nadie pruebe bocado.
Cuando todos se retiran, me quedo solo unos segundos más. El rey me observa, como si esperara que dijera algo. Pero no lo hago.
Porque las piezas ya están en movimiento.
Y por primera vez, yo también quiero jugar.