William y Samuel, dos hermanos que compartían el polvoriento y vasto territorio del viejo oeste, eran conocidos por su lealtad y valentía. Su madre, una mujer de mirada sabia y corazón valiente, les hizo jurar un día bajo el sol implacable que nunca se enfrentarían, que el amor y respeto entre ellos serían más fuertes que cualquier desavenencia, incluso después de su propia partida.
Un día, como un torbellino de seducción y misterio, llegó al pueblo una joven llamada Rosalía. Con su melena dorada como el sol y ojos que brillaban como estrellas fugaces, cautivó los corazones de los hombres con una gracia que parecía desafiar al tiempo. Frecuentaba las cantinas, donde su risa era una melodía embriagadora, y se lucía con su baile, dejando a todos en un trance hipnótico.
William, el hermano mayor, fue el primero en caer bajo el encanto de Rosalía. Su corazón latía al ritmo de sus pasos, y se perdía en la profundidad de su mirada. Tuvieron encuentros en las noches iluminadas por el resplandor de la luna, pero lo que William ignoraba era que Rosalía también coqueteaba con Samuel, su hermano menor.
Rosalía se deleitaba en el juego de seducción, alimentando el fuego de la rivalidad entre los hermanos. Les negaba a cada uno tener algo con el otro, y a cada uno le juraba su amor eterno. La desconfianza crecía como una sombra amenazante entre ellos, y la promesa que habían hecho a su madre se desvanecía en el horizonte polvoriento.
Un día, la tensión alcanzó su punto de ebullición. Rosalía, astuta como una comadreja en la madriguera, los puso en una situación sin retorno. Los hermanos se encontraron cara a cara, dispuestos a enfrentarse en un absurdo duelo por su amor. El sol caía inclemente sobre el polvo del camino, cuando el eco de un disparo resonó en el aire.
El corazón de William y Samuel se detuvo por un instante, y cuando volvieron la vista, vieron a Rosalía caer al suelo, su vestido blanco teñido de rojo. El horror se reflejó en sus rostros, pero la mirada de su madre desde la distancia les hizo saber quién era la responsable.
Corrieron hacia ella, con el corazón en la garganta y el alma estremecida. Su madre, con el rostro bañado en lágrimas y la mirada firme, les confesó que estaba dispuesta a todo antes de permitir que una mujer sin moral rompiera la promesa de sus hijos, y que incluso, los condujera a un conflicto mortal.
Los hermanos, conmovidos hasta lo más profundo de sus almas, se abrazaron a su madre. Le prometieron que nunca más la defraudarían, decididos a protegerla de cualquier adversidad que pudiera presentarse.