VergÜenza

capítulo I.

I.

Mojaba los pies en la piscina y los veía borrosos, indefinidos, ondulantes. El agua siempre lo hacía pensar. El aire era calmo; el cielo diáfano: ni una nube rompía el monótono azul del cielo. El sol lo abrazaba pero no lo abrasaba, sus rayos le producían placer, no calor. Sin embargo, algo –intuía- iba a quebrar ese estado de paz, ese idílico momento de soledad. No se equivocaba:

-Señor.

Miró por encima de las gafas oscuras a ese ser que, de pie a su lado, venía a romper su monocorde y pacífico lunes. Juan, el mayordomo, muy erguido y demasiado vestido para el calor de verano, repitió:

-Señor.

Juan. Qué tipo raro. Nunca, en los dieciocho años que trabajaba en su casa, había hablado de su familia. Si es que la tenía. Bah, aunque –en realidad- no hablaba mucho. Es más, no hablaba nada. Sin embargo, voz tenía, porque volvió a decir:

-Señor.

No había que desperdiciar ese arranque verborrágico, así que:

-Sí, Juan. Decime. ¿Pasa algo?

-Perdón que lo moleste.

¿Molestarme? No estaba haciendo nada. Está bien todo eso del ocio creativo, pero yo no soy griego, ni creo que Juan supiera quiénes eran los griegos, así que:

-¿Sí?

Se restregó las manos con nerviosismo, como sintiendo que iba a decir una nimiedad, como si el importunar a su patrón por tan poca cosa pudiera molestarlo. Como si se fuera a levantar, furibundo, y lo acogotara. Pero nada de eso sucedió, y decidió explayarse:

-Sé que usted no se ocupa de estas cosas, pero la señora Augusta no está, y aquí hay una niña que viene por el trabajo de empleada. ¿Quiere entrevistarla o le digo que vuelva más tarde?

Eran muchas palabras seguidas. El patrón estaba anonadado. Cuántas veces las habría ensayado allí, delante del espejo. La discreción era su baluarte, pero también era oportuno, poco molesto, casi invisible.

-Espere un poco que me pongo presentable. Hágala pasar al living room. Ah, y traeme algo fresco para tomar: un vaso de limonada con menta y jengibre.

Se levantó del borde de la piscina, caminó cansinamente hacia una de las reposeras, se calzó concienzudamente las ojotas negras –qué buenos pies tengo- y se colocó una bata blanca y muy esponjosa que ciñó a su cuerpo asoleado con un cinturón. Luego, decidió entrar.




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