Viajando a mí mismo.

Ichi.

Ichi. 
Era uno de enero y a las 07:00 ‘am’ salió mi vuelo. Comenzaba así un trayecto de más de diez horas, desde mi Londres natal hasta Japón. Viajaba solo, con una pequeña maleta de mano y una mochila, dentro guardaba lo único que consideraba necesario. 
Mi padre no puso objeción alguna al enterarse de mis intenciones. Aunque hay que recalcar que mi padre y yo no manteníamos una relación muy próxima. Él es un acaudalado hombre de negocios, más centrado en trabajar que en vivir. No le culpo, no lo hago, es lo que mejor sabe hacer y por una parte lo entiendo. Mamá murió cuando yo tenía diez años, un trágico accidente de coche. Murió en el acto por el impacto. Ese suceso nos cambió a ambos, a mí me hizo cuestionarme la vida y a mi padre le hizo desconectar de sus emociones. Él se centró en su empresa, en aumentar las ventas, dedicando todos los días de la semana a su trabajo. Yo perdí el rumbo, si es que realmente existe ‘el rumbo’. No encontraba sentido a mí existencia, aún no creo haberlo encontrado. No puedo evitar cuestionarme porque estoy en este mundo, es algo que me lo pregunto una y otra vez.  
Mi vida después del fallecimiento de mi madre fue algo convulsa y tosca. En cuanto tuve oportunidad dejé la enseñanza secundaria, fue difícil convencer a mi padre, pero al final aceptó. Le expliqué que no entendía mi objetivo en la escuela y que prefería estudiar en casa. Poder elegir que aprender, una manera de formarme por y para mí mismo. Tomé lecciones de piano, de esgrima, aprendí seis idiomas, historia, arte, matemáticas, me instruí en base a mis propios designios. Mi padre no trató de detenerme, apenas prestaba atención a lo que yo hacía. Él se ocupaba de costear mis clases y todos mis caprichos por muy razonables o estúpidos que fueran. No creo que pensase que con su dinero podía comprar sus reiteradas ausencias, más bien era su forma de asegurarse que yo tenía cuanto quería. Él no era feliz y seguro que pensaba que no podría ocuparse de mi felicidad. Y lo entiendo, bastante difícil es alcanzar algo similar a la felicidad para uno mismo como para intentar lograr la de los demás.  
No solo fue culpa suya, yo también elegí vivir de esa forma y tampoco me preocupé de su estado anímico. Es curioso como dos personas que viven juntas pueden llegar a distanciarse tanto. Había semanas que ni nos veíamos a pesar de vivir en la misma mansión. Y no, no sé debía a las desproporcionadas y absurdas dimensiones de nuestra vivienda, era por nosotros.  
Aun qué he de decir que siempre estábamos juntos en las fechas señaladas, pero éramos desconocidos. Hablábamos, pero no nos comunicábamos. Cumpleaños, Navidad, vacaciones, estábamos juntos, pero solo físicamente.  
Así pasé los años de mi adolescencia, en parte ambos hacíamos lo mismo, intentar que los días pasarán rápido y evitar confrontar nuestros problemas. Probé todas las drogas que pude, leí todo lo que pude, busqué hobbies y experiencias, pero aun así no conseguí sofocar mi estupor interno. Me sentía incompleto, un puzle en el que faltaban piezas, un cuadro a medio pintar, una sinfonía inacabada.  
No he hablado sobre mis allegados o mis amigos. A decir verdad, apenas tenía. Durante la escuela los niños suelen entablar amistades que incluso llegan a durar toda la vida, pero yo dejé mi formación académica antes de que algo así pudiera suceder. No es por usarlo como una excusa, pero el dinero de mi padre nunca me ha favorecido en mis relaciones personales. Algunas veces he notado que me invitaban a sitios solo por ser el hijo de quién era. Y yo tampoco suelo llevarme bien con los hijos de los compañeros de trabajo de mi padre, suelen ser niños mimados sin oficio ni beneficio. Supongo que en parte yo también me considero así… 
En el amor tampoco es que se pueda decir que soy afortunado. A los dieciséis años me enamoré perdidamente de una persona de mi edad; pero después de más de un año me di cuenta de que no fueron ni mi personalidad, ni mi persona lo que le atraían de mí.  
A pesar de saberlo permanecí con ella varios meses más, me había acostumbrado a que formará parte de mi vida y me fue muy difícil decir basta. Después de eso no me he vuelto a amar a ninguna persona. De cierta manera no soy capaz ni de confiar ni de dar el siguiente paso. 
El día que cumplí veintiún años llegué a una conclusión, quería viajar, había vivido la mayor parte de mi vida entre Inglaterra y nuestra casa de vacaciones en España, tenía que comprobar por mí mismo que había ahí fuera. Realmente no sé a ciencia cierta que motivó la idea, supongo que es mi fue mi manera de intentar escapar de la realidad en busca de ese ‘algo’ que tan ansiadamente necesitaba.  
Y con esa breve introducción regresamos al principio de la historia. Unas semanas antes de tomar mi vuelo, mi padre transfirió una cantidad desorbitada a una cuenta bancaria nueva y me entregó una tarjeta de crédito ligada a dicha cuenta. Al confirmarle que mi intención era estar un año entero viajando sin un destino fijo quiso cerciorarse de que yo no tendría problemas económicos.  
Mi padre me interrogó mucho para conocer mis planes, pero tuve que responder con evasivas. Le pedí otro favor, esta vez uno más personal. Le mencioné que mi intención era estar incomunicado y que durante durara mi viaje prefería que no hablásemos. Mi declaración le sobresalto. Le comenté que quería demostrarme a mí mismo mi valía y que si me sucedía algo yo mismo lo llamaría. Su reacción fue un tanto brusca y solo comentó que lo pensaría. Sus gestos airados y su actitud iracunda me contestaron por él. Pasados unos días pareció comprender mis motivos y a desgana accedió a cumplir mi voluntad.  
Pasamos todo el 31 de diciembre juntos y en la mañana de ‘año nuevo’ nos despedimos. Fue un abrazo sentido y duradero, no se alejó de mí hasta que subí al taxi que me iba a llevar al aeropuerto. 
Como ya he dicho en mi equipaje no llevaba mucho; el pasaporte, un sobre con algunas fotos, ropa interior, un par de camisetas y pantalones, y mi portátil. No es mucho para un viaje largo, pero era todo lo que necesitaba.  
El avión aterrizó pasada la madrugada, al viajar en primera clase el trayecto no fue tan pesado como cabía esperaba. Al llegar al aeropuerto internacional de Haneda y pasar la seguridad y la puerta de embarque me encontré con algo que en absoluto esperaba.  
Había una mujer joven con un cartel que tenía apuntado mi nombre y apellido. Me detuve al verla, no sabía con certeza que debía hacer, ni quién podía ser ella.  
Estuve unos segundos dubitativo, no sabía si acercarme o no, pero tras observarla un poco más me aproximé.  
Sus rasgos eran claramente nipones, aún que a los occidentales les pueda parecer que todos los asiáticos tienen las mismas facciones, estas cambian bastante por país. Tenía unos ojos enormes y los dientes chuecos, iba maquillada, pero no en exceso. Vestía un conjunto azul oscuro que transmitía seriedad. Algo que me llamó mucho la atención fue que de su negra cabellera apareciera una mecha larga de pelo plateado. Me pareció una forma de decir: soy una persona formal, pero todavía soy espontánea y divertida.  
Me acerqué hasta ella bastante confuso y la saludé en su idioma natal. Muy cordialmente me devolvió el saludo y se inclinó ligeramente hacia delante, por cortesía la imité. Al momento me preguntó mi nombre. Le respondí, y ella con un inglés fluido, pero con un acento muy pronunciado me explico quién era. Mi padre se preocupaba más por mí de lo que me había hecho creer. Había contratado a Akiko para ayudarme, no como una niñera obviamente, más como una asistente. Su gesto no me pareció sobreprotector, cualquier padre se preocupa cuando su hijo viaja solo a otro país. 
Akiko me informó minuciosamente de algunos detalles, en todo momento de manera muy educada. Me dijo que tenía una suite reservada en el hotel ‘The Ritz-Carlton’ y que un coche esperaba fuera para llevarnos desde el aeropuerto hasta el hotel. Tuve que declinar la oferta, era tentador dormir en uno de los mejores hoteles de Tokio, pero yo no había ido hasta Japón para eso. 
Salimos de la terminal hacia el vehículo que nos aguardaba. Akiko insistió ligeramente sobre la reserva de hotel, pero no había forma de convencerme. Antes de subir al coche el conductor salió para recibirme y cargar el equipaje, le di el macuto, pero prefería llevar la mochila conmigo. Subimos al coche y Akiko cambió su estrategia por completo. Me preguntó que quería hacer y dónde quería ir. Le expliqué mis intenciones, que en este momento no eran otras que visitar el centro de Tokio, en concreto alguna zona donde la vida nocturna destacara por encima de las demás. Le pregunté por sus funciones y que era exactamente lo que mi padre le había pedido. Me explicó que su trabajo era estar disponible para mí de lunes a viernes ante cualquier ayuda, consejo o situación que yo la requiriera. Me facilitó su tarjeta con todos sus datos e insistió en que la llamase siempre que necesitase algo. Akiko me preguntó de manera muy educada porque había elegido Japón y Tokio para mi viaje. Le comenté que siempre había sentido atracción por el país nipón y que me gustaba estar rodeado de gente. 
El conductor se adentró por Tokio, ya habíamos completado los veinte kilómetros de distancia que separaban el aeropuerto de la capital.  
Finalmente, el conductor nos llevó hasta el barrio de Shibuya. Desde que llegamos al centro pasé todo el tiempo observando a través de la ventanilla. Tokio era tal y como lo imaginaba: rebosante de vida y actividad, lleno de luces, tanto de letreros como de pantallas y con mucha variedad. Algo excéntrico, pero también exótico.  
El conductor detuvo el vehículo y le preguntó a Akiko donde debía ir ahora. Inmediatamente Akiko me preguntó a mí. Le mencioné que quería ir andando y quizá tomar una copa, acto seguido le pregunté sí quería acompañarme. Aceptó sin titubeos, por ello tuve que aclararle que no estaba obligada a hacerlo y que no pasaría nada sí prefería irse a casa. Akiko reiteró su afirmación. Le pregunté si debía abonar el trayecto recorrido y me respondió con negación. Me despedí del conductor que me devolvió el gesto y con la mochila cargada al hombro bajé del vehículo. Pregunté si me podían guardar la otra maleta y me aclararon que sí. Akiko salió en cuanto me observo salir a mí. El coche se marchó y yo me quedé quieto en la acera sin saber qué dirección tomar. Akiko me preguntó si necesitaba alguna recomendación y recliné su proposición, realmente prefería ‘perderme’. Comencé a caminar y Akiko imitó mi velocidad permaneciendo próxima a mí.  
Desde que salimos del coche y comenzamos a caminar juntos, muchas de las personas con las que nos cruzábamos nos miraban. Supongo que mi casi metro noventa de altura era desde ese día y durante muchos más, la principal causa de las miradas de terceros. Aún que imagino que ser alto y además extranjero podía ser motivo de curiosidad para los ‘tokiotas’.  
Al principio esquivar a las personas que circulan por las calles era todo un reto, ellos lo efectuaban de manera natural, pero para mí era un poco difícil y todavía tenía que adaptarme.  
Me detuve al observar un amplio letrero, observé el establecimiento y había bastante gente ocupándolo. Intenté leer las letras por mí mismo, pero mi japonés escrito era notablemente peor que el hablado. Finalmente le pregunté a Akiko, que me aclaró que era un bar de copas. Abrí la puerta tirando de ella y ambos accedimos al interior. Nos sentamos en una mesa junto a la vidriera más grande y en pocos segundos vinieron a atendernos. Me imagino que todos pensáis en la bebida más conocida de Japón, el ‘saque’, pero no, nosotros pedimos ‘shochu’.  
La conversación entre Akiko y yo era nula, ella respondía si yo preguntaba, pero apenas introducía temas de conversación. Por suerte tras un par de copas la situación cambió y ambos conversamos con naturalidad. Yo le pregunté si tenía familia y con gran satisfacción me respondió que sí y continúo explicándome. Resulta que Akiko tiene una hermana mayor, una mediana y su hermano pequeño. Me comentó que casi toda su familia vivía junta en una casa junto al negocio familiar que regentaban, un ‘ryokan’ a las afueras de ‘Hakone’ en la prefectura de Kanagawa. Le pregunté si le era difícil vivir lejos de ellos, me contestó que no porqué estaban unidos a pesar de la distancia, se llamaban y visitaban con asiduidad. Escuché atento sus comentarios y finalmente fue ella empezó a hacerme preguntas sobre mí. Me preguntó de manera formal mi edad y cuando le respondí me dijo que yo le parecía más mayor. Me preguntó también cuanto tiempo pensaba estar en Tokio, le respondí que pensaba quedarme hasta la ‘legendaria’ llegada de los ‘cerezos en flor’. También se interesó por saber dónde tenía la intención de vivir hasta entonces. Le expliqué que no tenía muy claro que debía hacer, pero que lo más seguro era que buscase un apartamento. Al oír mi respuesta no demoró en ofrecerme su ayuda. Me comentó que tenía un amigo de la infancia que trabajaba actualmente en una inmobiliaria y que él nos podía facilitar ofertas y opciones. Le agradecí su implicación y acepté su proposición. Con un énfasis que no tenía antes de beber manifestó que iríamos mañana mismo a informarnos.  
Bebimos bastante hasta que finalmente nos fuimos, yo quería seguir caminando un rato y buscar otro sitio dónde seguir bebiendo. Akiko siguió conmigo a pesar de que le recordé que no tenía por qué hacerlo. Ella persistió en quedarse y no puse objeción alguna. Le dije que a partir de ahora me hablara en japonés, que deseaba practicar y mejorar mi conversación. Akiko aceptó y desde ese momento estuvimos hablando en el idioma local. A veces yo dudaba y tenía que preguntarle que había dicho por no a ver entendido sus comentarios o el tono de voz, pero por lo general no teníamos problemas al comunicarnos. Durante el trayecto le preguntaba por muchas de las cosas que veía. Me llamó la atención la cantidad de locales que atendían durante las veinticuatro horas. Desde baños públicos, tiendas de comestibles, karaokes, bares de copas, hasta cibercafés. Algo que me sorprendió al entrar en un supermercado fue que había productos que en el precio total incluían los impuestos y otros que no. Compré un refresco con cafeína y Akiko unas galletas saladas.  
Paseamos hasta un pequeño parque situado entre dos edificios. Había unos cuantos árboles y un par de bancos. Tomamos asiento y descansamos un rato. Le pregunté a Akiko dónde podía quedarme a dormir y me reiteró que tenía una reserva de hotel. Le aclaré que yo buscaba algo más simple, un lugar donde estar un par de horas. Tras escucharme detenidamente me sugirió un lugar que conocía a pocas calles de distancia. Era uno de los renombrados hoteles capsula japoneses. La idea me agradó, era una experiencia que jamás me imaginé viviendo. Cuando miré mi teléfono móvil, no lo hacía desde el aeropuerto, me sorprendí, ya eran casi las cinco de la mañana. Le dije a Akiko qué yo ya pensaba en retirarme. Asintió y se ofreció a acompañarme hasta el mencionado hotel. Obviamente respondí afirmativamente, todas las calles me parecían similares y todavía no me había adaptado al sistema de nomenclatura de las avenidas. Akiko me escoltó hasta la puerta e incluso entró conmigo por si tenía algún problema. Una vez fui atendido por el recepcionista nos despedimos. Estoy acostumbrado a dar un beso, e incluso un pequeño abrazo, pero con Akiko todo se redujo a un apretón de manos.  
El empleado me escoltó hasta la cabina. Me sorprendió que todas tuvieran oberturas transparentes. Dada la ausencia de luz en el interior apenas se discernía nada desde exterior. Él encargado la abrió y yo me introduje dentro. Había una cama bastante reconfortante con una sábanas blancas e impolutas. No había nada más salvo una pequeña tabla de madera anclada a un lateral con un enchufe junto a ella. Rebusqué en mi mochila y extraje el cargador para recargar el móvil. Lo apoyé sobre la madera, dejé la mochila a un lado y me recosté. Tardé bastante, pero finalmente me dormí.  
 



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En el texto hay: viaje, romance, amor

Editado: 25.10.2022

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