Dixon miró por la ventana y observó cómo caía suavemente la nieve cubriendo el mundo fuera y pintándolo de blanco. Un seco invierno había llegado a Othom, helando toda su flora y fauna por completo. Su padre había dicho que este invierno no era como los demás.
Dixon no tenía idea de qué demonios hablaba.
Se encontraba en uno de los tantos pasillos de piedra del castillo, uno especialmente olvidado por la servidumbre y poco utilizado por los cortesanos indiscretos que intentasen hacer una que otra travesura con alguna doncella aburrida. La piedra del suelo estaba húmeda y fría, y sólo alimentó más sus ganas de ir a por una manta. Sus ojos cafés se reflejaron en la ventana, iluminados más de lo normal gracias al opalino cielo que se extendía más allá del cristal volviendo su iris oro. Su cabello, un poco más largo de lo usual, explotó en ondas negras y revueltas justo debajo de sus oídos.
Se frotó la cara, un poco frustrado por ese asunto que le daba vueltas a su cabeza una y otra vez. Miro al cristal más de la cuenta y contempló, con un sobresalto, al reflejo de su hermano mayor Dimitri. Eran casi iguales, lo único que los diferenciaban era que él tenía los ojos azules y Dixon cafés.
Dimitri llevaba semanas ocupado, encerrado en su habitación. No había salido de su cuarto más que para atender a sus lecciones ocasionales y había dejado pendiente las clases de esgrima y salidas de caza que solían hacer su hermano y él. Había estado bastante raro en general, así que a Dixon le sorprendió verlo vagando por el castillo y aún más detrás de él.
Dándose la vuelta, lo observo un rato y después lo reprendió:
-Deberías estar tomando tus lecciones.
Dixon se encogió de hombros, poco interesado en la reprimenda.
-Ya. También debería ser poco egoísta, más altruista y un menos guapo... pero no todo se puede en la vida.
Dimitri rodó los ojos, pero una pequeña sonrisa que bailó en sus labios lo delató.
-Le tendré que decir a papá.
-Perdona –se disculpó él, sabiendo que su hermano tenía razón-. Pero es que no he podido dormir muy bien los últimos días y la verdad es que me duele la cabeza. No me apetecía mucho una plática acerca de cómo es la política si la vivo todos los días a mi alrededor.
-Pareces una cría, Dixon –Dimitri le dijo, poniendo una mano fuerte y suave a la vez en su hombro.
-No eres mucho mayor que yo –Dixon le recordó.
-Sigo siéndolo de todos modos –Dimitri levantó la mano, en un gesto desdeñoso-. No le diré nada a papá pero que sea la última vez, por favor. Debes estar preparado para lo que sea.
-¿Preparado para qué? –Inquirió, volviendo su atención a la nieve que danzaba silenciosamente en el viento-. Tú eres el que se encargará de todo eso –y señaló a un Othom pintado de blanco, que se extendía a la lejanía con sus colinas y ranuras en pleno apogeo.
-Claro –suspiró-. Solo quiero lo mejor para ti, hermanito.
El príncipe se congeló. Hacía mucho tiempo, justo antes de la muerte de su madre que Dimitri no le decía así. El modo de demostrar sus sentimientos era corregir y enseñar, no demostrar su afecto. El hecho que lo llamara "hermanito" como solía hacerlo, le apretó el corazón en un nudo en su garganta.
-Lo sé. Prometo asistir a todas.
-Bien –le dio una palmada amistosa en el hombro-. Tengo que irme, nos vemos luego.
-¿A dónde vas?
-Con nuestro padre, tengo cosas pendientes qué hacer. Quizá venga un invitado.
Sin decir una palabra más, se dio media vuelta y desapareció por el largo corredor de piedra que contaba con múltiples brechas y habitaciones ocultas.
Con un escalofrío, echó a andar por el pasillo en dirección contraria. Para alejarse de la sensación extraña, cálida y reconfortante que le había hecho sentir su hermano y se la había quitado demasiado pronto.
***
Ese día estaba especialmente aburrido. No había doncellas con las cuales coquetear, o servidumbre con quien hablar del clima. Su padre se encontraba tremendamente ocupado con asuntos relacionados con Othom (habían rumores de que un embajador de la capital vendría a darle algún mensaje por parte del rey Varek) y nadie sabía a ciencia cierta que realmente pasaba.
Paseó por los jardines a la espera de compañía pero estaban vacíos a causa de la inminente tormenta de nieve que se avecinaba en aquel cielo gris cargado de nubarrones pardos. Los setos cubiertos de hielo se veían hermosos, de una belleza un tanto intimidante y feroz. Su aliento se condensaba en nubes de vapor y le envolvía la cara como un suave roce de verano a cada exhalación.
Qué solo se sentía.
En momentos como estos, era cuando realmente extrañaba a su madre. La extrañaba todos los días, al salir el sol. Lo hacía cuando oscurecía y también cuando se quedaba dormido. Sólo que el dolor se había vuelto soportable y se había transformado en nostalgia. Era un poco más fácil de llevar.
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Editado: 27.06.2019