Cuando el dolor disipó, y mis ojos volvieron a abrirse, ya no me encontraba nadando en aquel añejo, sino que en el suelo de una pulcra habitación, sin puertas ni ventanas. Junto a mi se encontraba únicamente una joven de ojos marrones, vestida de telas color miel, que dejaban al descubierto pocas partes de su cuerpo. Miraba con atención cada uno de mis movimientos, como esperando que saliera corriendo.
Y luego de un par de minutos, con cautela, comenzó a hablar. Me explico que llevaba mucho tiempo siguiendo mis pasos, aunque yo no lo supiera. Que había fallado en su labor, pero que de ese momento en adelante, haría todo lo posible porque nada me ocurriera.
Con confusión levanté mi cabeza. Sobre ella, el techo era remplazado por un inmenso cielo, con perfectas nubes color crema. Use toda mi fuerza para estirar mis brazos hasta que la punta de mis dedos las tocaron, y ellas se deshicieron en mis manos como un delicado fantasma buscando escapar.
Cuando volví la vista hacia la joven me encontré mirando a la misma mujer que me había presenciado minutos antes de ser envuelto por un mar de vino, que reconocí al fin como mi propia sangre.
La miré con atención, bajé hasta sus labios, rojos y brillosos, pero no de una forma atrevida como la de muchas mujeres de las zonas más oscuras de mi ciudad, sino que con elegancia y delicadeza. Llegué a su cuello, fino y blanco, como la más cara porcelana. Recorrí este hasta llegar a sus hombros, débiles, envueltos por un enorme abrigo blanco, que se separó lentamente de sus brazos y se extendió desde la mitad de su espalda hasta un metro por encima de su cabeza. Se trataba de dos inmensas alas, que parecían puestas a la fuerza sobre ella, pero que igualmente se limitaba a llevarlas con orgullo.
Volví a sus ojos, aquel mar de café, de un ángel, que me miró con vergüenza y bajó la mirada, respondiendo en silencio la pregunta que recaía sobre mi como un balde de agua más fría que aquella noche en donde todo lo conocido para mi había terminado.
Estoy muerto. Pronuncié más para mi mismo que para cualquier otro que pudiera escucharme.
Ella se limitó a asentir con la cabeza y a bajar sus alas a forma de disculpa.
El suelo se volvió transparente hasta desvanecer por completo, dejándonos suspendidos únicamente sobre nubes.
Las paredes desaparecieron también, dejándonos a aquel ángel y a mi ante la extensión del cielo más celeste que alguna vez pude ver.
En silencio pasaron minutos, horas o incluso días, aunque el color de aquel cielo no cambio en absoluto.
Ella decidió hablar. Explicó que su trabajo era cuidarme, hasta alcanzar la muerte que tenía destinada, pero que cometió un error, y que ahora todo se había arruinado.
Yo no sentía rencor, solo una inmensa tristeza, acompañada de un gran vacío.
Me contó sobre la vida, la muerte, sobre que ella despreciaba la existencia terrenal por sus enormes injusticias, por la poca libertad de su sistema, y que se lamentaba de que los vivos pensaran que eso fuera lo único existente, que por ello cometieran errores y sean enviados a lugares oscuros sin el placer de llegar a un lugar tan divino.
Mientras hablaba, no pude evitar admirar su belleza, la delicadeza con la que su boca formulaba cada palabra, y la calma con la que sus manos se movían al ritmo de lo que decía.
En mi vida humana, nunca hubiese creído en el amor a primera vista, pero allí, en el cielo, en aquel fantasioso lugar que creí inexistente, al que nunca imaginé llegar, y menos a mi temprana edad, me vi envuelto por la belleza de aquel ángel.
Y aunque añorara la vida terrenal, no podría llamarla vida, no sería vivir, si tuviese que hacerlo, sin el placer de admirar aquellos ojos café todos los días al despertar, saludándome con calma, recostada entre sabanas blancas, besando mis labios fríos, llenando mi interior de calidez.
Pero eso nunca ocurriría, todo había terminado. Ya no presenciaría la noche, no volvería a dormir, no necesitaría respirar, y tampoco tendría necesidad de llorar, no sufriría, no sentiría más dolor. En el cielo, en aquel lugar que se mostraba perfecto, no me enamoraría, no volvería a besar, ni tocar otros cuerpos, no sentiría amor, no sería feliz. Porque en un lugar donde no existe la guerra, la tristeza, el odio, no se puede ser feliz, porque no existe amor sin odio, y sin amor no se existe realmente.
Y aquel ángel, que podía ver a través de mis ojos, comenzó a llorar al notar que vivía en un mundo aún más imperfecto que el terrenal.
Sus lagrimas color plata viajaron por sus blancas mejillas como la luna llena reflejada en el lago en una oscura noche de verano.
Estas cayeron sobre mis labios, y se extendieron por todo mi rostro, empapándolo por completo, haciendo que mi vista fuese invadida por un mar de plata, y nublándola hasta que mis ojos se cerraron.