Violeta mara... mara... maravilla

EL NIÑO BONITO

 

EL NIÑO BONITO

 

 

 

 

 

Érase una vez un niño bonito que dejó de ver el mundo en colores el día que llovió ceniza. Antes de que lloviera ceniza, Niño Bonito vivía feliz con su padre, su madre y su hermana pequeña. Los quería muchísimo. Ellos formaban su mundo de colores. En él había crecido caliente, seguro, como en un nido. Pero un día ese nido se resquebrajó. Una mano invisible lo estrelló contra el suelo y todo se hizo pedazos. A Niño Bonito algo se le rompió por dentro.

A la mañana siguiente, apareció la ceniza.

Era muy fina, casi invisible, pero al caer iba borrando los colores de su mundo. Desesperado, buscó un enorme cubo y trató de recogerla como había visto hacer cuando llueve mucho y hay goteras. Pero la ceniza se deshacía antes de caer al suelo y se iba extendiendo, manchándolo todo. Y se le metió por los ojos, por la nariz y le llegó al corazón. Ya no fue un niño de colores; la ceniza lo convirtió en gris, en un niño de ceniza.

Las cosas a veces se presentan de puntillas y sin avisar para dar una sorpresa, pero en este caso no era una sorpresa buena, sino una mala malísima. Si Niño Bonito se hubiera dado cuenta antes habría buscado un remedio. ¡Menudo era él! Pero en esa ocasión lo pilló un poco distraído, ocupado en crecer y en hacerse mayor. Esa fue la razón por la que no identificó las señales que anunciaban la ceniza, ni se dio cuenta de que los colores de su mundo se estaban apagando. Por eso ya no pudo hacer nada, era demasiado tarde, aunque eso lo supo mucho después.

Todo comenzó una mañana cuando al dar el beso de buenos días a su madre la encontró distinta. La miró y requetemiró. A simple vista, todos los rasgos de su cara estaban en su sitio: los ojos, la nariz, la boca..., hasta la pequeña cicatriz encima de la ceja. Pero Niño Bonito estaba convencido de que a su madre le faltaba algo.

Otro día fue a su padre al que le encontró un «no sé qué» en el rostro. Pero ese lo que fuera aparecía y desaparecía. Niño Bonito, como no pudo averiguar de qué se trataba, empezó a inquietarse, también porque, al parecer, era el único que veía cosas raras. Comenzó a observar a sus padres con mucha atención, pero nada, ningún cambio aparente, todo parecía estar en su lugar y todos seguían con sus rutinas habituales: Nora con sus cosas, sus padres con las suyas… Incluso estos seguían jugando por las noches al ogro y al hada llorona.

La primera vez que los oyó jugar era muy pequeño y tuvo mucho miedo porque su padre lo hacía tan bien, que hablaba como un ogro, gritaba como un ogro y hasta daba golpetazos como un auténtico ogro. Cuando se lo contó a su madre, esta lo tranquilizó explicándole que jugaban al cuento del ogro y el hada llorona. Un hada que tenía alergia a los ogros y cuando se encontraba con uno se deshacía en lágrimas hasta convertirse casi casi en agua. Las lágrimas del hada eran mágicas y aplacaban la furia del ogro. Cuando se lavaba con ellas volvía a ser amable y bueno.

Entonces él quiso jugar también. Sería… ¡Pulgarcito!, el del otro ogro. Pero su madre, con cara de mucho susto, le dijo que él no podía, y lo hizo prometer que nunca nunca se levantaría de la cama oyera lo que oyese. Si desobedecía, ellos quedarían convertidos en ogro y en hada para siempre y no volverían a ser papá y mamá.

Niño Bonito aceptó a regañadientes. Le gustaba mucho jugar con sus padres, pero lo pensó mejor y obedeció. Los cuentos estaban muy bien, pero no el tener a un ogro y a un hada por padres para siempre. ¿Cómo se lo iban a tomar sus amigos?

Así fue hasta que la edad de los cuentos pasó en un suspiro y Niño Bonito empezó a hacerse mayor. Sucedió la noche antes de que lloviera ceniza. A pesar de que sus padres solían jugar cerrando bien la puerta de su habitación, esa noche el ogro chillaba mucho más fuerte. «Van a despertar a Nora», pensó. Entonces, rompiendo su promesa, se dirigió hacia donde salían las voces: la habitación de sus padres. Eran mayores para andar con esas tonterías de niños pequeños. Ni siquiera él ya jugaba así con Nora.

Al abrir la puerta del dormitorio, Niño Bonito vio lo que nunca hubiera querido ver: no era un ogro de cuento ni de juego el que vociferaba, era su padre fuera de sí. Arrojaba objetos al suelo y gritaba moviendo mucho los brazos. Decía cosas horribles. Su madre tampoco era el hada de las lágrimas, aunque lloraba y gritaba también. Estaban tan exaltados, riñendo, que ni siquiera se dieron cuenta de que él estaba allí.

A Niño Bonito se le quedaron los pies clavados en el suelo y su corazón comenzó a correr deprisa deprisa. Cuando pudo moverse retrocedió asustado y se refugió en su habitación. Se tumbó en la cama y se tapó la cabeza con la almohada para no escuchar.

Poco a poco llegó el silencio… Y después el frío. Un frío de tumba que congelaba el aliento. De nuevo escuchó el llanto de su madre y sus palabras mojadas y con hipo: «No puedo más, no puedo más...».

Esa noche, no durmió buscando un remedio a ese caos en el que de repente se había convertido su pequeña vida. Tampoco las siguientes pudo conciliar el sueño hasta que, por fin, decidió que la única solución era hacer que regresaran los colores para que todo volviera a ser como antes. Su madre no podía más, pero él sí podía, ¡claro que sí! Él se encargaría de ello.

No contaba con la ceniza.

En lo malo siempre hay algo bueno. La ceniza todo lo volvió gris, pero, al mismo tiempo, abrió una ventana que le mostró a Niño Bonito la realidad. Y así pudo descubrir que lo que le faltaba a su madre era la sonrisa. Y que un rictus de amargura le cruzaba a su padre la cara, le fruncía el entrecejo y le juntaba las cejas, dibujándole una expresión de enfado permanente.

Cayó en la cuenta de que sus padres hacía mucho tiempo que no reían juntos, ni comían juntos, ni salían juntos ni hacían nada juntos. En casa, si uno leía en el despacho el otro lo hacía en el dormitorio. Si uno veía la televisión en la cocina el otro escuchaba la radio en el salón. Solo él y su hermana propiciaban algún punto de encuentro, pero pocos, poquísimos, la verdad.



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Editado: 27.11.2020

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