TRES MESES ANTES DE LA INCINERACIÓN DEL LOBO RÓMULO
Te lo advierto, si aún crees que la gente es por naturaleza buena, o sí aún crees que la gente es por naturaleza mala, leer mi historia te incomodará. Más si al igual que yo, tu corazón ha sido atravesado por palabras cortantes como flechas, y tus ojos han derramado lágrimas de sangre, entonces mi advertencia va doble: leer mi historia te incomodará como una piedra en la bota. Antes de contarte sobre el día que olí la carne de tía abuela siendo quemada viva frente a mí, déjame presentarme.
Mi nombre es Camila. Mi cabellera es una maraña pelirroja carente de vida, y por ello, me apodan «pelo de marrano». Además, en mi mejilla derecha tengo una verruga grande en forma de garbanzo, y se burlan de mi llamándome «garbancita». Una vez los encaré pidiéndoles respeto, y me empujaron a un charco de lodo. Más desde que recién cumplí mis quince años, ya no me molestan; ahora me temen. Y es que cuando siento mucha ira, soy capaz de hacer levitar el fuego a mi voluntad.
Un día unos muchachos me levantaron la túnica, y se rieron de mí porque aún no tenía vello púbico. Yo me sonrojé, pero ellos no pararon: siguieron tratando de alzarme la túnica. Estábamos cerca de una fogata, y yo estaba tan enojada que, sin darme cuenta, hice que las llamas de la fogata se abalanzaran sobre ellos. Los muchachos rodaron como puerquitos en el lodo para intentar extinguir el fuego. Desde entonces, los matones se alejan de mi cuando me ven recogiendo leña en el bosque.
Nunca he tenido amigos de mi edad. Los muchachos guapos no tienen interés en hablarme, y las muchachas bonitas murmuran que soy una anticuada porque uso palabras de anciana… Pero eso tal vez sea porque me criaron mis abuelos, Renato y Alba. Y no hay un día en el que no me sienta afortunada de tenerlos a mi lado.
Pero lo más ira me hace sentir, no es que se burlen de mi, sino saber que nunca podré amar con libertad.
Siempre soñé con casarme con un buen hombre y tener hijos, pero ahora soy una Virgen Vestal, y si llego a siquiera andar de la mano de un novio, seré condenada a muerte. Mi madre también fue una Vestal, y por eso, después de darme a luz, la apedrearon en la plaza pública. Este castigo horrible fue el precio que pagó por haberme concedido el don de la vida. No sé si mi madre realmente amó al hombre que la embarazó, pero abuela agacha los ojos y cambia de tema cada vez que yo le pregunto quién fue mi padre. Mencionarlo es echar sal sobre la herida.
De modo que aún no conozco a mi padre, pero sospecho que él cree yo nací sin piernas ni brazos, ya que de otra forma me habría buscado. Es eso, o que no tiene interés en conocerme porque no valgo la pena como hija. Él dejó embarazada a mi madre y la abandonó: en lugar de acompañarnos, desapareció. Si él la hubiese amado, ella nunca habría muerto después de darme a luz. Si él la hubiese amado, hoy los tres formaríamos un hogar. Si él la hubiese amado, yo tendría un hermanito con el que discutir.
Pero como no la amó, mis abuelos son ahora mi única familia. Y es justo por ellos dos que me convertí en una Virgen Vestal, para protegerlos, para cuidarlos, para impedir que alguien me arrebate mis dos tesoros más valiosos.
***
Los tres vivimos en un bosque cercano al imperio Rasena. Abuela hornea galletas para vender en la feria, pero como el humo del horno la hace toser, le pido que se quede tejiendo en el corredor mientras yo sudo frente al fuego. Pero abuela no hace caso. Se vuelve a meter en la cocina a ayudarme con su rodillo. Me regaña y me recuerda que, como las galletas no me quedan igual de ricas que a ella, nadie nos las va a comprar. Y entonces, tose hasta que las flemas le raspan la garganta y escupe amarillo.
La pobre a veces por las noches no puede dormir por la tos, así que yo le preparo miel con limón y le doy cucharadas en la boca. Abuelo sí duerme como un tronco, y por las mañanas él se levanta temprano y nos prepara de desayuno avena con leche y rebanaditas de fresas y peras.
***
De camino a la feria, siempre encontrábamos esclavos. Por eso, abuela y yo horneábamos galletas extra la noche anterior, de modo que teníamos una manera de endulzarles el paladar y llenarles el estómago.
Recuerdo que hace tres años, mientras los guardas del Emperador abrían las compuertas de la ciudad, observé unos esclavos levantando rocas y arena para construir un puente. Todos tenían las manos callosas y los pies agrietados.
Se me espinó el corazón cuando vi a un niño esclavo: su túnica estaba raída, y llevaba sobre la espalda una garrafa de vino tan pesada para él, que lo hacía jorobarse. Además, él renqueaba sobre la hierba seca, y supuse que sería porque tenía la uña del dedo gordo encarnada.
—Disculpa, niño —le dije con las manos en la cintura—, ¿quieres algo de comer?
Pero él no me escuchó, así que corrí para pararme en frente de él y hacer contacto visual con sus ojos verdes. Al tenerlo tan cerca, aspiré un olor a sudor agrío.
Tomé un pan con pasas de mi canasta y le unté mermelada frente a él.