IV – MI PADRE, EL IRRESPONSABLE
Nadie se lo explicaba: las Vestales vivían en la parte más remota del templo, apartadas del vulgo, ocupadas en sus oraciones y la custodia del fuego… ¡Y es que en su templo solo había mujeres! Los sacerdotes, todos señores octogenarios, vivían en otro templo ubicado en una isla alejada, ¿cómo iba a estar Diana encinta si no podía siquiera tener amistad con varones? Tal vez por eso, abuela decía que en la vida, uno no conoce muchas personas, sino muchas máscaras.
El pueblo no paraba de tejer especulaciones: ¿era esa vida en su vientre culpa de la Vestal, o era una violación? ¿Qué hombre pudo ser tan blasfemo para desvirgar a la Vestalis Máxima?
Pero averiguar quién era mi padre era, en aquel entonces, la menor preocupación de mis abuelos: su única hija sería apedreada por haber quebrantado su voto de celibato. Además, tal a como dictaba la ley rasena, el pueblo entero debía ser participe y testigo de su cruel, pero justo, acatamiento. Se debía dejar un precedente; ni perdón ni olvido: ¡el pueblo tenía sed de justicia!
Mis abuelos estaban arando la huerta cuando las vecinas chismosas se acercaron a darles la noticia con fingida tristeza. Al oír la mala nueva, mi abuelo dejó su rastrillo tirado entre las semillas y corrió al templo a buscar a su única hija. Sin embargo, abuela lo detuvo, y lo sujetó por la cintura: ¡les tomaría al menos una hora caminar hasta la ciudad Rasena! Así que solo había una opción para llegar a tiempo…
Alba, después de años de no ver a su padre rico y esclavista, con quién había jurado no volver hablar después de que la desheredara, tocó a la puerta de la presuntuosa casa que le dio techo de niña. Los sirvientes creyeron haber visto una muerta resucitada. Y Alba, con la cabeza agachada, le pidió ayuda a su padre para salvar a la nieta pelirroja que él nunca conoció.
Hubo un silencio largo y tenso.
Su padre le dio un abrazo de oso. Luego de secarse las lágrimas con la manga de su túnica, el señor rico le prestó dos de sus mejores caballos y le regaló una bolsa con tres monedas de oro.
Mis abuelos cabalgaron a prisa con el corazón inquieto. Al llegar al Imperio, se bajaron de los caballos y los dejaron junto al río para que pastaran y saciaran su sed.
Entonces, quedaron sorprendidos al enterarse de que mi madre, Diana, se había escapado del templo antes de ser juzgada por el emperador. Nadie se explicaba cómo lo había logrado si el templo estaba infestado de guardas con lanzas. Y, ¿quién pudo haber entrado a sacarla si el templo tenía cuatro murallas impenetrables?
Si bien las otras Vestales fueron quienes acusaron a mi madre por estar embarazada, ninguna la vio salir del templo. El Emperador, y sobre todo, los ciudadanos estaban furiosos. Lo único que se sabía era que las Vestales se habían enfrentado a un lobo negro, y que los soldados rasena, esa noche, temblaron al escuchar un extenso aullido. Subieron a la azotea del templo, y allí vieron un lobo negro correr a la luz de la luna llena. Lo siguieron con sus lanzas, pero él se esfumó como el humo de una vela al soplarse.
***
¿Hacía donde había escapado mi madre embarazada? Mis abuelos recordaron que, de niña, ella jugaba con ellos en un bosque cercano a la plaza del templo. Y justo allí, encontraron a su hija aún vestida con el velo blanco de una virgen, pero con el vientre inflado como una esposa. Ella agachó la cabeza al verlos, y sus mejillas se ruborizaron.
Mis abuelos suspiraron aliviados, y en lugar de darle una reprimenda, la abrazaron los dos al mismo tiempo. La quisieron tomar de la mano para llevársela a escondidas de vuelta a su casa junto a las huertas de fresas, pero Diana les dio la espalda y cruzó los brazos. Prefería quedarse en ese verde escondite, y no solo porque ya pronto daría a luz, sino porque salir de entre las sombras de los pinos la pondría en peligro. El Imperio Rasena ofrecía una recompensa de treinta monedas de plata a quien diese información sobre el paradero de la Vestal fornicadora y fugitiva.
Mis abuelos y mi madre hicieron nido en ese frondoso bosque, juntos nuevamente como familia. Solo que ahora vivían temerosos de que algún rasena les encontrase y los delatase ante las autoridades del templo… ¡El pueblo estaba enfurecido, el pueblo clamaba justicia!
Juntos, dormían a luz de las estrellas. Y en ese silencio, Diana enseñaba a mis abuelos a leer las constelaciones, una destreza que aprendió en el templo. Mi abuelo montó una cama con hojas y hebra para mi madre, como si fuese un nido donde empollaría su huevo prohibido. Mientras tanto, abuela buscaba frutas en los árboles para hacerlas papilla. Mi abuelo «tomó prestada» una de las hachas que un leñador de ese bosque había dejado descuidada, y con esta herramienta, cortaba leña para calentar a su esposa y a su hija en las frías noches.
—Diana siempre fue ejemplar en el templo… ¿por qué se corrompió? —le preguntó Renato a su esposa con dolor. Y ella le respondió que la gente no cambia, sino que deja de fingir.
***
El día en el que asesinarían a mi madre, mis abuelos prepararon una sopa de tomate, y sentados bajo la sombra de un ciprés, la sorbieron mientras su hija deambulaba por el bosque. Se suponía que mi madre debía guardar reposo, pero no paraba de buscar silfios a la orilla del río. Le gustaba mordisquear sus resinosas raíces en forma de corazón, y decía que el perfume de sus flores amarillas le traía recuerdos.