Eran doce del mediodía, 62 horas desde el comienzo del secuestro, ya estábamos organizados para salir hoy a la noche para el operativo, cuando escuchamos el ¡rin…rin…¡ El teléfono de la casa anunciaba algo malo. Respiré profundo. Tomé el teléfono y contesté:
―Casa Mancilla, ¿Quién habla?
―¿Cómo le va Comisario? Espero que mal. Supongo que se acuerda de mí.
―Espere, déjeme pensar… Sí, me acuerdo, el idiota que me llamo idiota.
Escuché su risa tosca e irónica del otro lado del teléfono
―Es usted muy gracioso. Me agrada, comisario. Haríamos un buen equipo juntos, seguro que tenemos muchas cosas en común.
―No sé qué sea lo que tengamos en común, pero le aclaro que yo no soy un psicópata.
―Vayamos al punto ¿Consiguieron los que les pedí? ¿Cuánto tienen? ¿O tengo que mandar otro aviso de que esto no es broma?
―Es una locura conseguir todo ese dinero en tan poco tiempo, necesitamos más. Apenas tenemos 25 millones.
―No tengo tiempo de sobra. El reloj sigue corriendo y solo les quedan 98 horas.
―Déjales a la familia hablar con su hija un momento. Necesitan saber cómo está.
―Ella está siendo cariñosamente tratada. Es nuestra querida invitada, nunca le haríamos daño.
Luego de eso cortó, despidiéndose con una risa macabra.
―No lo puedo creer. Es un demente ―exclamó Alma enfurecida―. ¿Qué haremos ahora?
―No hay que perder la calma. Solo quieren alterarnos ―respondí, intentando tranquilizar a todos―, debemos seguir con el plan.
Ya eran casi las 22:00. Teníamos que estar un rato antes en el lugar para que no se nos escaparán.
―Bien, ya debemos irnos ―dije―. Deséennos suerte, la necesitaremos.
―Comisario ―dijo Alma acercándose hacia. Me sujetó del brazo y me miró fijo a los ojos―, por favor, traiga a mi hermana de vuelta a casa ―. Se me aceleró demasiado el pulso. No me podía permitir mezclar las cosas en momentos como este, pero esas palabras de Alma eran el plus extra de confianza que necesitaba.
―Todo saldrá bien, es una promesa.
Nos subimos a las patrullas que nos llevarían a nuestro punto de encuentro. Uno iría mas adelante en auto de civil para que pueda seguir a los secuestradores sin que desconfíen. Nos equipábamos con chalecos antibalas y unos subfusiles FMK-3. No eran grandes armas, pero era lo mejor que teníamos en la armería de la estación.
Llegando a Baradero nos bajamos con Juan. Les dijimos a los demás que esperasen atrás, nosotros localizaríamos a los individuos.
―Son esos de allá, Juan ―señalé con la mano mientras nos ocultábamos atrás de un contenedor de basura.
―¿Cómo lo sabes? Parecen gente normal.
―Son los únicos imbéciles que están parados al lado de una camioneta a las doce de la noche. Están esperando a alguien. Uno tiene atrás de sus manos un maletín, el que seguro contiene el pago. Es obvio, no se presentarían con máscaras y armas en medio de la calle.
―Entiendo ¿Entonces qué hacemos? No podemos ir a arrestarlos porque nunca nos dirán donde se encuentra la chica.
―¿Tienes el celular de Palacios ahí?
―Si.
―Mándales un mensaje diciendo que no puede venir porque la policía esta tras él. Si le decimos una excusa estúpida como que está enfermo sospecharan.
―Listo. Parece que ya recibieron el mensaje, se están yendo.
―Oficial Pereyra. ―Me comunicaba con él por la radio policial―. Es tu turno. Síguelos y no los pierdas de vista. Nosotros iremos mucho más atrás siguiendo tus indicaciones del camino. ―Nos subimos de vuelta a las patrullas.
Continuamos por la ruta nueve 80 kilómetros más hasta llegar a la localidad de Ramallo. A los costados de la ruta empezaba a verse descampados de pastizales largos con muchos arboles alrededor, y no había ningún tipo de iluminación publica que ilumine el camino.
―Creo que estamos llegando ―indicó Pereyra por la radio―. Estacionen sus autos ahí, les mandaré la ubicación exacta por teléfono.
Ubicamos los autos a medio kilómetro del lugar e hicimos el resto del camino a pie. Era una fábrica abandonada ubicada a 200 metros del rio Paraná. No había nada alrededor, solo más árboles y el pastizal que nos llegaba a la altura de las rodillas. Era este el lugar que buscábamos, nada podía salir mal esta vez.
―Es por aquí ―susurró Pereyra, saliendo entre medio de los árboles―, parece que se están preparando para algo.
―Se están preparando para irse ―corregí―. Juan, ve a dar un vistazo por la zona, cuenta cuantos son y que armas usan.
―Bueno, jefe.
―Ten cuidado.
Luego de unos minutos volvió, y no parecía estar muy contento esta vez.
―¿Y bien? ―pregunté.
―Son muchos, no podremos con tantos. Están a punto de irse, y no por tierra, sino por mar. Tienen diez barcos situados a la orilla del rio cargándolos con sus cosas.
―¿Cuántos?
―He podido contar 37, pero no sé si hay alguno más.
―Nosotros somos 30. ―Lo miré preocupado, sabiendo que teníamos que entrar lo antes posible―. ¿Qué estas esperando? Pide refuerzos.
―Ya lo he hecho. Estarán acá en una hora y media, no llegarán a tiempo.
―Debemos entrar igual. Si cruzan hasta Uruguay no podremos encontrarlos mas.
―Comisario, usted sabe que lo respeto y admiro mucho su valentía ―interrumpió el oficial Nicolás Gutiérrez nuestra conversación―. Pero no tenemos oportunidad contra ellos, nos superan en número y tienen mejores armas. Nos acribillaran si entramos sin ayuda, tendremos suerte si alguno vive para contar la historia.
Todos los demás oficiales estaban a favor de Gutiérrez. Estaban asustados y no los culpo. Temían por sus vidas, la mayoría eran jóvenes que recién habían ingresado a las fuerzas policiales. Aun así, sentía mucha impotencia y tristeza
―No podemos entrar, jefe―murmuró uno.
Y de a poco, a los intentos de no hacer nada se sumaban mas voces de los policías. Los que no opinaban, se quedaban callados dando a entender que estaban de acuerdo con no entrar a rescatar a la verdadera víctima de esta situación.