Cañadon Perdido, así se llamaba el lugar al que iría, ubicado en el departamento de Escalante, con departamento cabecera en Comodoro Rivadavia. Pero no habían visto al profugo por ahí, sino en la localidad de Escalante, a pocos kilómetros. Francisco Pereyra Recargaba combustible en una estación servicio cuando uno de los clientes denuncio en la comisaria haberlo reconocido. Encontraron las cámaras de seguridad y se dieron cuenta que era él. Un amigo de hace muchos años fue quien me avisó eso, a la vez me dijo que las investigaciones fueron reducidas y que acabaron al poquito tiempo. Todos tenían pedidos de captura: El faraón y sus secuaces, el carnicero, Agustín Castillo y Francisco Pereyra. Este último fue del que primero se encontró rastro, y no dejaría pasar una oportunidad tan valiosa.
Pasé por Escalante, pero no perdí tiempo buscando en cada partecita de este pueblo chiquito. No tendría caso, por más de no ser un pueblo grande, tenía muchos habitantes, muchas cámaras de seguridad… Sería muy expuesto estar aquí, al menos a vivir. Deduje que si tuvo que venir hasta acá a hacer compras y recargar combustible era porque vive en una localidad cercana en la que no hay tantos servicios. Revise en el mapa. Había varias, pero me llamó la atención una, en especial su historia tan particular y difícil de encontrar. Cañadon Perdido era, había sido un yacimiento petrolífero hace muchos años. El pueblo se había llenado por esas obras. Tenía todo tipo de establecimientos y muchos habitantes. Pero luego de las obras fueron acabando, el campamento se levantó y quedo vacío. Hoy solo quedan ruinas de esa ciudad, y no me pareció un mejor lugar que ese para esconderse y vivir por unos cuántos años.
Llegue a cañadón perdido. Bajé del auto y lo visualicé desde lo alto de una colina, era todo un pueblo abandonado. Nunca tuve ningún problema en la vista, pero aun así era difícil identificar algo seguro desde ahí. Lo que si, no se veían personas, de todas maneras, lo comprobaría de cerca. Abrí el baúl para comprobar que no faltara nada, y así era. Llevaba un revolver Colt 45, con capacidad para 6 cartuchos, y 30 cartuchos más para este revolver. También llevaba una carabina M4A1, con capacidad de 30 cartuchos, y 150 cartuchos más. Y una navaja. Tendría que alcanzarme y sobrar para los objetivos. Sentía el odio correr por mis venas y el fuego en mi corazón. Definitivamente no era yo, no el de antes, pero me sentía bien.
Bajé por la colina encarando hacia el pueblo. Llevaba conmigo solo el revolver con seis balas. Pasé por una calle en la que había una escuela, un hospital. Luego por una estación de bomberos. Todos estaban abandonados, no había rastros de vidas. Seguí caminando hasta que a lo lejos vi una mansión, no era gigante como la de Alma, pero lo suficientemente grande como para llamarla mansión, que no parecía para nada estar abandonada como los demás edificios. Era el único lugar de la zona que no lo estaba, y era más que evidente que Pereyra se encontraba ahí.
Estaba a 200 metros de llegar cuando escuche gritos cerca. Me detuve, el corazón lo tenía acelerado. Volteé la cabeza a un lado y había un niño y una niña columpiándose en una hamaca, riendo, divirtiéndose. Guardé el arma que tenía en mano antes de que me la vieran y se asustaran. Me acerqué hacia ellos despacio, todavía no me habían visto. Los vi un poco más de cerca, y tenían los rasgos de Pereyra, no me quedaban dudas de que eran sus hijos, pero lo que yo no sabía era que eran sus hijos, los mantuvo oculto, al igual que la madre seguramente.
Se hamacaban en las hamacas cuando los llamé.
―Niños, ―me miraron raro, asustados, como si hubieran visto un fantasma. Quizá no estaban acostumbrados a ver gente aquí.
―¿Qui-quien es usted? ―dijo uno, de pelo castaño y ropa deportiva amarilla. El otro tenía el pelo un poco más oscuro y la ropa era de color roja y azul, pero eran muy parecidos, de la misma edad diría yo.
El que se quedó callado pareció haber querido huir, le susurró algo al oído al primero.
―No se vayan ―expuse antes de que hagan algo―, no, por favor. Creo que tengo algo ―Saqué algo de mis bolsillos―. ¿Les gusta? Son alfajores ―Extendí la mano para dárselos. Aceptaron, empezaron a comer y parecieron haber entrado en mayor confianza ― Me llamo Mateo. Necesito hacerles una pregunta.
―¿Cuál? ―preguntó el de cabello oscuro―, no deberías estar aquí.
―No, yo, mm, buscaba a alguien. Francisco Pereyra se llama ―Ambos se miraron entre sí, como si lo conocieran―. No se asusten, es mi amigo de hace mucho tiempo.
―Es mi papá ―dijo uno.
―Lo noté, se parecen mucho ―Sentí un escalofrió por dentro, esa parte de mí que tenía corazón estaba respondiendo, y pedía a gritos que no haga una locura―. ¿Pueden llamarlo? Díganle que soy su amigo el Faraón.
―Es el hombre del que habla todo el tiempo papá ―le dijo uno al otro.
―Exacto, soy yo. Llámenlo, niños. Lo esperaré en el estacionamiento abandonado que está aquí cerquita.
Ambos fueron corriendo contentos luego de haber escuchado quien decía ser. Pobres e inocentes niños…
Esperaba con capucha de espaldas en el estacionamiento. Escuché pasos que se acercaban.
―¡Fara! ―gritó―. ¿Qué te trae por aquí? ―preguntó mientras lo escuchaba más cerquita―. ¿Más trabajo?
Respiré hondo antes de darme vuelta, cuando lo hice, lo miré fijo a los ojos, y su cara, que parecía haber estado empapada de felicidad, se tornó sombría, con expresión de susto, el susto que le generaba verme ahí, saber que lo había encontrado
―Estoy un poco cambiado, ¿no? ―dije serio y con sarcasmo―. Que disgusto volver a verte, por suerte para mí, será la última.
Coloqué mi mano en el revolver que llevaba en el cinturón. El parecía desarmado, claro, no vendría armado a ver a su jefe.
―Ma-mateo, eres tú. Espera. No lo hagas ―suplicó.
―Ponte de rodillas, maldito. Suplicaras por tu vida ―Noté como quiso intentar huir―. Ni lo intentes, no dudaré en disparar, no vengo en condición de comisario, y por lo visto, no hay nadie aquí que me detenga ―Saqué el revólver y le quite el seguro―. Dime ¿por qué lo hiciste?