¡vive la Reine! (+16)

Madame Anachorète: ¿Perdonada o castigada?

La palabra «reina» es suficiente para que el corazón de una mujer retumbe y lata rápido.

¿Se tratará de esa reina?, piensa la esposa del carcelero de la Conserjería, aún estupefacta por la noticia que le acaban de informar a último momento, en las altas horas de la noche.

Ha sido testigo de cómo miembros de la aristocracia, desde príncipes hasta barones, han pisado una celda del establecimiento. Incluso obispos. Pero nunca se esperó que un rey o una reina tuviesen el mismo destino.

«La revolución la ha traído hasta aquí ─analiza preocupada. Sí, preocupada, no porque esta revolución haya logrado tal avance sino por lo que esto pueda conducir a futuro─. Escuché que buscan acabar con la desigualdad social, peleando por la igualdad, la libertad y la fraternidad. Quieren justicia por el sufrimiento del pueblo.»

─¡Debo prepararle la celda! ─exclama espantada y abandona de inmediato su hora de descanso, dejando el libro que estuvo leyendo encima de la mesa.

Dentro del vestidor de la Conserjería, la mujer recoge una de las bolsas de lino que guardan en uno de los baúles y busca en el armario un fino y blanco camisón para la reina y una ligera manta para el lecho de hierro de la celda.

En el cuarto de baño hay un total de diez pilas de bañeros, cada una con un total de cinco. La cantidad es más que suficiente… para una prisión tan grande e importante como en la que trabaja junto a su marido. Afortunada la reina de permitírsele un bañero para ella sola y que no compartirá con otro prisionero hasta que su sentencia sea declarada.

Se cruza por el camino a su marido, yendo en la misma dirección que su esposa y sujetando una escoba con su mano izquierda. Las llaves de las celdas las lleva en la cintura. Éste observa los objetos que su compañera transporta:

─Suficiente. No permitiré más a la prisionera.

─¡Espera! Todavía falta… ─Es interrumpida.

─Aunque sea la reina… ─El carcelero calla un momento y se corrige, presionando con fuerza su mano libre, formando un puño─. Aunque fue la reina…

─Andre… ─musita la mujer, entristecida.

─Es una delincuente, Celine. ─No añade más palabras y retoma su andar─. La celda, hay que prepararla ahora mismo.

Con el semblante triste y con los labios sellados, la pelirroja sigue a su marido.

Por más que intente alejar toda clase de pensamientos relacionados a la reina, los revolucionarios y el frío comportamiento de Andre, esa extraña sensación de que algo no va bien la atormenta durante la caminata, siente como si sus pies la estén guiando a un precipicio del que no podrá jamás escapar… o sobrevivir a la caída.

─Andre ─llama al castaño, estrujando entre su brazo izquierdo la bolsa de lino─, ¿crees que la Revolución ─Celine hace una pequeña pausa y reúne valor para liberar un problemático pensar que podría pagar con su cabeza─ es una tapadera?

Andre detiene abruptamente sus pasos y continúa dándole la espalda a la mujer que espera una respuesta sincera de su parte.

«¿Una tapadera? ─repite lo último para sí mismo─. No, no es absurdo pensar de esta manera. El pueblo ha sufrido durante varias décadas ¿y se rebelan justo ahora? Además, la reina estuvo en el trono desde los quince años… ¡Veintitrés años en el trono! ¿Qué hay de sus predecesores, que gobernaron hasta morir de viejos o por culpa de una enfermedad y nos hicieron la vida imposible?

»La reina ha tenido malas influencias que la condujeron a tropezarse con piedras de diferentes formas y tamaños aun después de darnos al Delfín, nada puede justificar su incapacidad para dirigir ni su falta de tacto con sus súbditos, pero… ¡es el gobernante más inofensivo que Sangnnaire ha tenido y es la primera en buscar que la aristocracia sea quien pague impuestos!

»¿Por qué me molesta mucho esta revolución si el pueblo está luchando por las injusticias? ¿Será por aquellos representantes del Tercer Estado, quienes han permanecido ausentes por mucho tiempo y, de repente, recuerda a los oprimidos y son los afectados por la decisión de la reina respecto a los impuestos?»

─Nada podemos hacer ─dice por fin, firme y calmado─. Ella tiene que defenderse sola.

«¡La Revolución es hipócrita!»

§

Primer día de octubre de 1793. Tres de la mañana. Ni un soplo de aire frío recorre las desiertas calles de la ciudad de Versalles. Tampoco hay nubes en el azulado cielo ocultando las brillantes estrellas, las que se convertirán en testigo de cómo una desdichada reina será entregada como una delincuente. La radiante y hermosa luz de la luna le ilumina el sombrío camino a una berlina dirigiéndose a la Conserjería.

Las encargadas de acompañar a la reina a su celda esperan en la entrada del establecimiento, cuidadas por tres gendarmes con un fusil cargado. Celine intenta calmar el ligero temblor de sus manos frotando la palma de su mano izquierda contra la muñeca de la contraria, mientras mira atentamente la dirección por la que vendrá el coche. Rosalía, una joven de oscuros y cortos cabellos parada a su lado, repara en el comportamiento de su compañera y le sujeta ambas manos, obligándola a ver su inocente sonrisa.

─Todo irá bien, Celine ─dice Rosalía, transmitiéndole su confianza y seguridad.

─Algo no está bien, Rosalía ─susurra la pelirroja, angustiada─. ¿Por qué repentinamente su traslado?

─Lamentablemente es un asunto que no nos concierne ─musita la pelinegra.

─¡Pero…!

El sonido de las herraduras en las pezuñas de los caballos golpeando las empedradas calles y el de las ruedas girando en el mismo avisaron de la llegada del vehículo a la Conserjería, recordándoles a estas mujeres cuál es su tarea y retomar la compostura de antes: seriedad y firmeza.

Se utilizó madera de álamo negro para la construcción del vehículo, se agregó muelles elásticos para la suspensión y cuatro ruedas del mismo material para el movimiento. La parte superior de la caja grande es cuadrada y la inferior una forma semicircular, cuatro personas entrarían sin problema. Por la ventanilla de cristal, una cortina roja oscura está instalada del lado de adentro, de modo que es imposible saber quiénes acompañan a la reina y en qué estado la trajeron. El color de la pintura usada en la madera es de un negro opaco, mientras que los pocos bordes que hay, la manija de la puerta y las dos lámparas de adelante son blancas. No hay riquezas ni adornos decorando el vehículo para no llamar la atención ni para delatar que una poderosa aristócrata yace dentro. Tampoco hay un escudo tallado en los costados. Un cochero controla con el látigo a los dos caballos zainos que tiran del transporte sujetados por las correas, uno al lado del otro. Finalmente, en la parte trasera, dos guardias se encuentran parados y sujetándose de la caja.




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