Durante el lapso de diez minutos miré más de cuarenta veces hacia el cielo, en busca del destello, de esa criatura salida de un mito, esas alas, pero no lo volví a ver. Sólo había un espléndido color azul manchado de pecas blancas, y una que otra ave. Saqué un libro de mi mochila para tratar de estudiar un poco las ecuaciones químicas, y tratar de entender más a profundidad. Apenas estaba por pasar a la segunda página cuando una sombra escasa se posó sobre el asiento vacío que tenía a mi derecha. Era una anciana de alrededor de ochenta años; llevaba una bufanda roja con cuadros verdes, un vestido amarillo chillón tan arrugado como su rostro, y lagañas muy secas adheridas a sus pestañas caídas.
— me sentaré aquí — susurró para ella misma.
Entonces sonrió, y pude notar que en esa extraña sonrisa sólo quedaban muy pocos dientes, amarillos y parecían estar pudriéndose.
La anciana tosió un poco, y con un pañuelo blanco se quitó la flema de los labios resecos.
Empezó a tararear una extraña melodía que me puso incómodo, tenía cuatro sonidos parecidos, dos más graves que los otros. Cuando se detuvo, sus primeras palabras salieron de su boca.
— También los has visto, ¿verdad? — preguntó la mujer con seriedad, su mano huesuda se aferró al asiento delantero.
Sentí un extraño miedo que comenzaba a nacer en mi interior. Era como si alguien hubiese derramado agua helada en mi pecho.
Aparté la vista del libro y giré lentamente la cabeza hacia ella. Su labio estaba temblando.
— Pero no debes temerles — seguía diciendo como para sí misma — ellos son buenos. Vienen a ayudarnos, y a castigarnos también.
— ¿Tienes miedo? — me preguntó directamente girando su cuello arrugado hacia mí.
Sentía que se congelaba mi quijada, mis ojos no parpadeaban ni un solo instante. No quise responder, el miedo estaba tomando mi cuerpo.
— Es normal tener miedo, porque no tienes ni idea de lo que viene — susurró una vez más con su voz cansada.
Cerré con violencia el libro que tenía en las piernas, y con las manos temblorosas me puse los audífonos para poder relajarme un poco. Ignorando las palabras que decía.
Recargué mi cabeza en el asiento. Cerré los ojos con suavidad queriendo olvidar el momento y empecé a visualizar alas blancas con dorado, luces que brillaban en las nubes, arpas doradas que se entonaban imaginariamente en mi cabeza, sonrisas con dientes repugnantes, voces extrañas preguntando cosas más extrañas aún. Y después todo se puso en negro.
Me encontraba volando sobre un acantilado, lleno de árboles de un hermoso color verde.
Se sacudían a la velocidad del viento que golpeaba mi cara. Abajo había un hermoso manantial con piedras filosas sobresaliendo de él. La cristalina cascada producía un ruido ensordecedor.
Era algo mágico; podía girar en el aire a mi gusto, avanzar más lento o más rápido; yo tenía el control. Estaba flotando, y podía distinguir algo, un ruido, un grito.
— ¡Ayúdame! — era una aguda voz. No sé de dónde provenía, ni se quién era el dueño.
Debía venir de algún lugar del oscuro bosque. — ¡Ayúdame! — continuaba gritando.
— ¡Matías! ¡Matías! — la voz tenía más fuerza que antes, y sentí que mi cuerpo caía del abierto cielo azul, caía en picada al espeso acantilado. Sentía que mis hombros se sacudían violentamente. Sentía la adrenalina recorriendo mi cuerpo. De pronto abrí los ojos y la dorada luz del sol bañó mis pupilas, cegándome por unos segundos.
— ¡Despierta! — me gritaba en la cara Edson.
— ¡Despierta! — continuaba.
Sus agitados ojos grises me decían que algo andaba mal.
— ¡Tenemos que ayudarla! — seguía gritando.
La anciana que tenía a mi derecha estaba apretando su pecho con fuerza, gritaba por ayuda, como si una fuerza invisible estuviera estrangulándola. Tosía muy fuerte, y luchaba por alcanzar aire, sacaba la lengua y escupía repugnante saliva.
Yo no tenía ni idea de que hacer en ese momento, sólo me levanté rápidamente y salté a los curiosos pasajeros que trataban de ayudarla.
La mujer se dejó caer con fuerza y se volvió hacia todos los demás, que llamaban a una ambulancia y gritaban desesperados.
— ¡MATIAS! — Gimió la anciana moribunda. La sangre que me corría por las venas era muy fría por todos lados, tenía miedo.
— Án... — se llevaba la mano a la garganta, sacudiéndose con violencia. —...ge... — y escupió una sustancia verdosa que hizo que todos se asustaron más —...les.
Su mano cayó, su saliva cesó, y la mujer dejó de existir.
La alarma fue tal que todos empezaron a empujarse para bajar, desesperados. Luchando por no ver el cadáver.
Edson me jaló con fuerza, y me saco del lugar. El chofer estaba adentro aún, tratando de reanimar el cuerpo, mientras los paramédicos asistían al lugar.
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Editado: 01.06.2020