Capítulo 14.
Chocar espadas de nuevo
Ayaka no se sorprendió demasiado al notar que Katsumoto los guiaba justo al edificio que ella mejor conocía de la Hacienda Kaedehara: el dojo de entrenamiento. Aunque claro, el dojo que prevalecía en sus memorias poco o nada tenía que ver con el edificio que tenía delante de ella. Su estado se encontraba tan deplorable como el resto de la propiedad. Parecía además haber sido acondicionado como algún tipo de almacén, pues dentro se encontraron con varias cajas, bolsos y jarrones apilados en las esquinas. Ayaka supuso, de forma acertada, que la mayoría de esas cosas eran botines de sus atracos.
Adentro se encontraron con más ronin, sentados a los lados, comiendo o charlando entre ellos, pero que dejaron todo de lado en cuanto Thoma y ella entraron al sitio. Era como si el brillo de sus ropas y rostros coloridos los hubiera atraído como un faro.
Contando a Katsumoto y a los tres hombres que los habían recibido, Ayaka calculó alrededor de veinte personas; quizás un poco más. No creyó que la banda fuera tan numerosa; era probable que ni siquiera la Comisión Tenryou lo supiera. Y en cuanto avanzaron hacia el centro de aquel lugar, inevitablemente terminaron rodeados en todas direcciones por enemigos en potencia.
«Esto es a lo que llaman meterse uno mismo a la boca del lobo» pensó Ayaka, a pesar de todo con un poco de humor. De momento no podía permitirse perder la calma, ni tampoco el control de la situación.
De reojo, notó que Ouji se colocó a un lado, un poco alejado de todos. De seguro hasta ahí deseaba intervenir en ese asunto, y Ayaka no podía culparlo. Por lo que vio en el patio, ya se había arriesgado lo suficiente por ellos.
Por su parte, Katsumoto avanzó hacia un costado, en donde se encontraban varias botellas de gran tamaño de lo que Ayaka supuso era alcohol; sake, lo más seguro. El samurái tomó una de ellas, la destapó y olfateó un poco su contenido, antes de empinársela contra sus labios.
—Éste solía ser un hermoso dojo —comentó Ayaka, mientras contemplaba pensativa a su alrededor, y en especial el suelo de madera manchado y astillado a sus pies. Recordaba con algo de tristeza un par de ocasiones en las que le había tocado limpiarlo y pulirlo junto con Kazuha y los demás estudiantes.
—Ocho años de abandono acaban con cualquier edificio —masculló Katsumoto con amargura, una vez que bajó su botella—. Y también con las personas…
Con la botella de sake en mano, avanzó hacia un grupo de cojines en el suelo, en el cual se permitió caer de sentón. Ni siquiera se molestó en acomodarse; justo como cayó así se quedó, y continuó bebiendo.
—Lo que sea que quiera decir, será mejor que lo diga rápido —soltó Katsumoto, sonando como una exigencia.
La mirada de todas esas veinte personas estaban fijas en Ayaka, y ésta lo supo. No era que les interesara lo que tendría que decir, pero de seguro muchos esperaban ver si acaso tenía otra intención oculta. Thoma igualmente era consciente de ello, y por eso se mantenía alerta y cerca de Ayaka.
—Dicen que se ha convertido en un asaltante de caminos que roba a los viajeros —pronunció Ayaka sin mucha vacilación, esperando no sonar demasiado como una acusación—. ¿Es eso verdad?
—¿Acaso le parece ésta la morada de un ciudadano ejemplar? —bromeó Katsumoto, extendiendo sus brazos hacia los lados para señalar alrededor.
—¿Cómo es que terminó de esta forma, Sr. Katsumoto? Usted siempre fue un increíble y honorable samurái.
—El honor de un samurái no vale nada si no tiene un señor al cual servir. Y creo que no tengo que contarle lo que pasó con el nuestro.
—¿Por qué no vinieron con nosotros? Podríamos haberlos ayudado de alguna forma…
Katsumoto soltó de golpe una sonora y aguda carcajada, misma que fue compartida por varios de los otros ronin.
—¿Pedirles ayuda a los Kamisato, dice? —soltó Katsumoto, mordaz—. ¿Y qué le hace pensar que no lo hicimos? Pero su hermano dejó muy claro que no quería tener ninguna relación con los Kaedehara, ni nada que tuviera que ver con ellos. Y todos los grandes clanes siguieron su ejemplo. Al final terminamos siendo parias, empujados a vivir aquí, escondidos en las sombras que nadie desea ver.
Ayaka enmudeció unos instantes al oír aquello. ¿En verdad su hermano había hecho tal cosa? Recordaba claramente lo molesto que se encontraba en aquel entonces, pero no creía que llevaría su enojo hasta esas consecuencias. Pero en aquel entonces era joven, y muy diferente a como era ahora…
Pero no podía dejar que notaran su vacilación. Como una Kamisato, no podía mostrar dudas o separación de la postura que tomaba la cabeza de su familia, sin importar si estaba de acuerdo con ella o no.
—No pueden culpar a mi hermano por esto —espetó Ayaka con firmeza—. Él no fue el culpable de lo sucedido; hizo lo que tenía que hacer para proteger a su familia.
—Por supuesto, pero para proteger a su familia no le importó destruir a tantas otras —farfulló Katsumoto, seguido después de un largo trago de su botella—. Pero tiene razón en algo, mi señora. Los únicos culpables de todo esto son los Kaedehara; en especial el corrupto y mezquino de Naruhito, y el cobarde e inútil de Kazuha.
Escuchar al fin su nombre hizo que algo saltara en el pecho de Ayaka, pero intentó por todos los medios disimularlo.