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El calor y la humedad estaban acabando conmigo. Entre las rendijas de la contraventana comenzaba a vislumbrarse los primeros rayos de sol de la mañana y el ventilador del techo no paraba de dar vueltas, algo de agradecer ya que mitigaba al menos un poco la alta temperatura, aunque era totalmente ineficaz con la insoportable humedad que se te metía hasta en lo más profundo de los huesos.
La boca estaba tan seca, que parecía lija. Tenía muchísima sed. Necesitaba beber un trago de agua urgentemente. Necesitaba esa maldita botella como fuera.
Normalmente me llevaba una cuando me iba a dormir y la dejaba al lado de la mesilla de noche; sin embargo, en esta ocasión simplemente se me olvidó.
Dudaba de que el sacrificio que debía realizar ahora para conseguirla mereciera la pena. Cada vez que tenía que realizar algún esfuerzo de esta naturaleza, se convertía en una acción titánica y de máxima dificultad. Entonces, en una especie de acto reflejo mental, irremediablemente siempre acababa acordándome de la jodida explosión y de aquel fatídico día.
Yo era el sargento Jim Scott de la 101 Aerotransportada con la insignia de corazón perteneciente al Segundo Equipo de Combate de Brigada. Estuve destinado en varios frentes repartidos por todo el globo terráqueo, entre los que se incluía a la antigua Yugoslavia o más de catorce meses en Irak realizando operaciones militares de diferente índole, tales como protección, escolta, defensa y asalto. Fui condecorado con una Estrella de Plata y con una Cruz por Servicio Distinguido.
Después de un parón de tiempo considerable me volvieron a mandar de nuevo al frente, pero el destino resultó ser Afganistán, donde había un lío montado de tres pares de narices con los rebeldes, los terroristas y los malditos talibanes. En aquel país caí gravemente herido y me otorgaron la condecoración de Corazón Púrpura. Una maldita medalla que odiaba a más no poder, ya que solo servía para premiar a los muertos o en su defecto poner contentos a los lisiados vivos, como si se le diera una chocolatina a un niño revoltoso con el propósito de mantenerlo callado.
Iraq fue duro, pero no tenía ni punto de comparación con Afganistán. El mismísimo infierno sobre la tierra. Con más del setenta por ciento del territorio montañoso y prácticamente el total desértico o semidesértico, el país árabe era el escenario óptimo para que cualquier misión militar, por insignificante que fuera, se convirtiera en una auténtica ratonera sembrada de muerte y destrucción.
El clima era extremo condicionado por su altitud y casi nunca llovía. Las temperaturas durante el día oscilaban muy a menudo entre los cero y los treinta y nueve grados centígrados, aunque en invierno, cuando realizábamos incursiones en las montañas del norte, el termómetro se te desplomaba a menos diez grados a una altitud de dos mil metros.
Por aquel entonces yo estaba destinado en la base militar americana de Jalalabad situada entre la frontera de Pakistán y la capital Kabul.
Mi unidad de vez en cuando se encargaba de hacer incursiones en las montañas del nordeste con el objetivo de freír a algunos rebeldes y terroristas que se escondían en las cuevas montañosas de aquella zona. Eran operaciones bastante limpias y precisas, las cuales casi siempre carecían de contratiempos o de percances de importancia reseñable.
Los de la CIA nos comunicaban las coordenadas del lugar y montados en un par de helicópteros BlackHawk llegábamos al sitio en un abrir y cerrar de ojos, lo hacíamos volar por los aires con explosivos, y acto seguido volvíamos a la base con total normalidad sin sufrir ningún daño.
No obstante, la mayoría del tiempo escoltábamos convoyes de suministros de material militar a las bases cercanas, ya que nuestra unidad por aquel entonces era una unidad de logística y abastecimiento. Normalmente tampoco ocurría nada y eran cometidos de relativa tranquilidad, aunque siempre actuábamos con la máxima cautela. Esos talibanes te podían joder a base de bien en el momento más inesperado y menos oportuno.
Una mañana muy temprano, después de tomar el rancho del desayuno, nos llamaron para informarnos sobre la misión de aquel día.
Nos sentamos en las incómodas sillas de plástico de la sala y en ese instante entraron el mayor Summers, que era el jefe de la base, el capitán Sánchez y la teniente Hook. Se pusieron en línea uno al lado del otro y acto seguido el mayor empezó a informar.
─ Buenos días caballeros. Hoy tenemos que hacer un nuevo servicio de entrega.
Señalando el mapa de la zona que tenía colgado detrás de él con una vara de avellano prosiguió informando.
─ Necesitamos entregar un suministro muy importante de munición a la base de Asadabad. Aquí mismo, donde estoy señalando en el mapa. Capitán Sánchez. Prosiga con los detalles.
El capitán dio un paso al frente y a continuación tomó la palabra.
─ Esos condenados talibanes llevan cuatro días haciendo escaramuzas contra los compañeros de Asadabad. Aprovechan la oscuridad de la noche para atacar con fuego de ametralladora y de mortero para luego desaparecer sin dejar rastro. Nuestros compañeros resisten, sin embargo ahora ya les empieza a escasear la moral, la munición y las provisiones. Ahí es donde entramos nosotros en juego.
El mayor le cedió la vara y Sánchez señaló al mapa.
─ El plan es ir con dos camiones cargados de suministros y de munición para entregarlos. Estos vehículos de transporte de mercancías irán escoltados por cuatro BMR. Dos delante y dos detrás.
Se volvió hacia los militares y continuó con la disertación.
─ Son noventa y dos kilómetros por una carretera que la mayoría es asfalto, pero donde hay un trecho de unos dieciocho kilómetros que pasa a ser un camino de arena y en donde la velocidad del convoy disminuirá considerablemente. En este punto del trayecto deberemos tener especial cuidado, ya que existe un riesgo muy alto de recibir una emboscada o un ataque. ¿Hasta aquí alguna pregunta?.
Editado: 21.05.2018