Alexander:
Después de hablar con Isabelle y descubrir que mi madre había sabido todo sobre el paradero de Isabelle durante estos nueve malditos años.
Enfadado, cogí el coche y conduje directo hacia la casa de mi madre. Mientras conducía, llamé a Nicholas por el manos libres. Habíamos quedado, por motivos de trabajo.
—Hola, Nicholas, ahora no podemos vernos. Hablamos más tarde. Tengo un asunto que arreglar.
—Hola, Alexander, te noto raro. ¿Qué pasa? Te noto raro. ¿Ha ocurrido algo? Seguro que la bruja de tu madre ha hecho de las suyas. No para; esa mujer es un bicho de mucho cuidado.
—Esta mañana, he estado hablando con Isabelle —dije, apretando el volante con fuerza. Y me ha dicho que mi madre sabía dónde había estado estos nueve años. ¿Tú te lo puedes creer, tío? ¡Te juro que si no fuera porque es mi madre, la mandaba a tomar por cu...! Pero ¿tú crees que se puede ser tan hija de pu...? ¡Me ha jodido la vida entera! Yo podía haber estado con Isabelle desde hace años... Y por imbécil... Porque eso es lo que soy. Pero se acabó. ¡Va a oírme ahora mismo! Estoy harto de tantas tonterías.
—¡Eh, espera! Tranquilízate, tío. Sí, tu madre es una bruja, vale, pero no vayas a hacer una locura.
—Estoy loco, sí, pero no tanto. Tú me conoces, Nicholas. Solo le voy a poner los puntos sobre las íes. Se acabó, no me ve más la cara. Bueno, te dejo que estoy conduciendo. Hablamos luego.
—Espera, voy hacia allí. Espérame en la puerta.
—No, Nicholas, no hace falta. Esto lo tengo que arreglar yo solo. Lo tenía que haber hecho hace años. Hablamos después.
—Está bien... Más tarde te llamo, Alexander.
Aceleré. Tardé unos quince minutos en llegar. La mansion se encuentra en las afuras. La puerta estaba cerrada. Toqué el timbre y apareció Antonio, uno de los sirvientes de toda la vida.
—¿Viene a ver a su madre, señor Alexander? Pues no se encuentra aquí. Lo siento, joven.
—¿No está? —¿Y dónde está, Antonio? —le pregunté.
—Señor, la señora no me da explicaciones, y menos a mí, que soy un simple sirviente. Solo le puedo decir que salió esta mañana temprano.
—Sí, mi madre, siempre hace lo que quiere. No pasa nada. ¿Te puedo hacer una pregunta, Antonio? Tú conocías a mi padre desde joven, ¿verdad? Desde que era un crío.
Me bajé del coche. Si había alguien que sabía cosas, era él. Siempre ha sido fiel a mi padre.
—Ay, su querido padre, que Dios lo tenga en su gloria. Qué buena persona fue siempre. Y mejor hombre aún. Cómo me acuerdo del señor… Bueno, como usted, señor Alexander... Perdone, no quería ponerle triste.
—Dime, ¿recuerdas algo? ¿Estuvo alguna vez enamorado de otra mujer, antes de conocer a mi madre?
Antonio bajó la mirada y se puso algo nervioso.
—Sí… pero, señor, no sé si debería contárselo, son cosas del pasado. Bueno, está bien, que Dios me perdone por lo que voy a contarle.
Hace muchos años, cuando su padre era joven, se enamoró de una joven hermosa… Creo que ha sido la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Era hija de una sirvienta de otra casa cercana.
Cuando su abuelo —que en paz descanse— se enteró, le prohibió volver a verla. Pero su padre no le hizo caso. Siguieron viéndose a escondidas.
Unos meses después, la joven se quedó embarazada… y desapareció sin dejar rastro.
Y lo más raro fue que poco después… apareció la señora, tu madre. Y su abuelo no tardó en obligarlos a casarse.
—¿Los obligo a casarse, por qué? ¿Y qué fue del bebé Antonio? ¿Qué crees tú que pasó? Todo parece muy raro.
—No sé por qué hizo eso su abuelo; era un hombre muy recto. De la desaparición de la muchacha se escucharon muchas cosas, señor. Que se fugó con otro, que murió... muchos chismes. Pero hay una mujer que sabe toda la verdad.
Trabajaba en esa casa donde vivía la joven. Ya está jubilada… Se llama María.
Vive en Shere, en Surrey, a 37 millas de aquí, en la calle Middle Street, número 22.
Ella sabe toda la historia. Y si alguien sabe qué fue de ese niño, es ella. Señor Alexander. Si quiere saber más, ella se lo podrá aclarar.
—Usted se parece mucho a su señor padre: trabajador, noble y buena persona. Hasta camina como él. No ha sacado nada de su señora madre, gracias a Dios.
Perdone mis palabras, señor Alexander, no quería ofenderle. Que Dios me perdone.
—No te preocupes, Antonio. Tienes razón. No me parezco en nada a mi madre. Y como tú dices… gracias a Dios.
Bueno, me tengo que ir. Cuídate mucho y no trabajes tanto.
—Adiós, señor. No se preocupe, es mi deber. Vaya con Dios, señor Alexander.
—Gracias, Antonio. Tú también.
Me subí al coche, sin muchas ganas de buscar a mi madre.