Estela esperaba en la sala mientras se retorcía las manos a consecuencia de los nervios.
«Por favor, por favor, por favor», era el único pensamiento que tenía. Si no la dejaban salir, no sabía cuánto tiempo más podría resistir. A pesar de que desde la muerte del Dr. Bannister las cosas habían mejorado no podía más. Si decidían que no le daban el alta, no lo podría soportar.
El mero hecho de pensar en ese cerdo le provocaba un terror irracional. Le temblaban las manos y un sudor frío invadía su cuerpo. Había llegado a tal punto en el que su simple presencia bastaba para que se orinara encima de miedo, y lo peor era la satisfacción que él mostraba cuando veía esa reacción en ella. Si los doctores que debatían en la otra sala supieran cuánto se alegraba de que estuviese muerto, lo más probable es que no la dejaran salir nunca. Lo único que lamentaba era no haber sido ella misma la que le hubiera matado.
No comprendía cómo, hoy en día, aún se permitían el tipo de prácticas que ese hombre había realizado en sus pacientes. Las duchas frías, los tratamientos de electroshock, los abusos sexuales. Esto último era lo único que no había sufrido a manos de ese cerdo, porque sus preferencias sexuales eran del género masculino.
Al principio había intentado explicar lo que allí ocurría. Había sido tan ingenua que realmente había pensado que le harían caso, que la creerían. No fue así. Lo único que había conseguido era que le aumentaran la medicación y la dejaran —aún más—, a merced de aquel cerdo. Con posterioridad había intentado escapar, no una, sino muchas veces. Creía que si su familia se enteraba de lo que allí ocurría, la sacarían. Sin embargo, nunca había logrado llegar muy lejos. Lo único que había logrado era que aquel cerdo convenciera a todo el mundo de su peligrosidad, y que aumentaran las sesiones de electroshock para combatir su agresividad —o eso era al menos lo que él decía—, aunque para ella fuera un sádico hijo de puta que disfrutaba torturando a sus pacientes.
Seis meses atrás había llegado la noticia de su muerte. Parece ser que lo habían encontrado en su casa, junto al cadáver de una mujer. La policía había llegado a la conclusión de que se habían matado el uno al otro en una riña de amantes. Estela sabía que eso era mentira, pero no le importaba; lo único que le importaba era que desde su muerte las cosas habían mejorado. Los demás médicos, aunque no aprobaban los métodos del Dr. Bannister, los consentían pero, gracias a Dios, no los practicaban. Así que ahora Estela hacía todo lo que le decían. Tomaba la medicación que le recetaban. Acudía a terapia, y estaba de acuerdo en que había sufrido un problema mental. Ese era el motivo por el que, en aquel mismo instante, se hallaba reunido el equipo médico del centro, para debatir su caso y decidir si ya podía volver a casa.
—¡Estela! —llamó el Dr. Potter—. Pasa. Hemos tomado una decisión sobre tu caso.
Estela entró en el cuarto con un nudo en la garganta. Dentro se encontraba el Dr. Potter en compañía de otros dos doctores del centro. Esperaron a que se sentara para emitir su dictamen.
—La última vez que tratamos tu caso con el Dr. Bannister, este nos convenció de tu peligrosidad y de que no estabas curada —empezó a explicar el Dr. Potter—. Sin embargo, desde su muerte, has mejorado mucho. Ya no presentas episodios de violencia, y has asumido que todas tus fantasías eran producto de tu mente enferma.
Estela apretó la mandíbula con rabia y escondió las manos para que no vieran cómo sus nudillos se tornaban blancos por la fuerza con que los apretaba. Recordar a aquel cerdo y todo lo que le había hecho le producía náuseas.
—Has progresado mucho en estos meses —continuaba el Dr. Potter—, y creemos que ya estás capacitada para reinsertarte en la sociedad.
Estela cerró los ojos con fuerza y relajó las manos mientras daba gracias a Dios. Por fin, podría volver junto a su familia.
***
Horas después, Estela salía por la puerta del edificio. Con entusiasmo y cierto miedo de que no fuera verdad; de que todo fuera producto de un sueño y en cualquier momento la obligaran a volver al interior. Sin embargo, cuando bajó las escaleras nadie la llamó ni la obligó a regresar.
Miró alrededor para buscar a sus padres. Daba por hecho que la irían a buscar. Tenían que haberles informado de que por fin era libre. Sin embargo, allí no había nadie. Solo un hombre mayor trajeado que portaba un maletín. Estaba apoyado en la puerta de un BMW y parecía que esperaba a alguien, aunque en ese momento no le quitaba los ojos de encima.
El hecho de encontrarse sola la desconcertó durante un momento. Habían pasado cinco años desde la última vez que había sido dueña de su voluntad. Ya ni recordaba lo que eso significaba. ¿Adónde ir? Supuso que a su casa. Sus padres no debían saber que le habían dado el alta, por eso no habían ido a buscarla. Con estos pensamientos se puso en camino, mientras recreaba en su cabeza las caras de alegría de sus padres cuando la vieran.