El mundo no se detuvo cuando lo abracé. Tampoco ardió en llamas ni se abrió un portal al infierno.
Pero dentro de mí, algo cambió.
Aeren me envolvió con sus brazos como si temiera quebrarme, como si todavía recordara lo que se sentía estar vivo. Sus dedos recorrieron mi espalda, justo sobre la marca, y el espiral ardió, despertando como una criatura que había estado dormida durante años.
—Ya es tarde para arrepentirse —susurró.
—No quiero arrepentirme —le respondí, con la voz baja, temblando—. Pero necesito saber qué soy ahora.
Nos sentamos en el suelo del desván, rodeados de fotos antiguas, cajas olvidadas y el polvo de los años. La casa entera parecía contener la respiración. Afuera, el cielo había tomado el color de la ceniza. Ni siquiera los pájaros se atrevían a cantar.
—No te has perdido aún —dijo Aeren, con una calma que dolía—. Pero estás en el umbral. Un paso más, y lo humano en ti se quebrará. No morirás. Solo… olvidarás.
—¿Qué olvidaré?
—Lo que eras antes de mí. El sonido de tu nombre dicho con miedo. El recuerdo de tus padres. Tu reflejo.
Me estremecí. Miré mis manos. Seguían siendo mías. Por ahora.
—¿Y si no cruzo?
—Entonces él vendrá. El que me hizo lo que soy. El que marcó a tu madre antes que a ti.
—¿Quién?
Aeren vaciló. Y en ese breve silencio, sentí que la temperatura descendía.
—Lo llaman El Primer Eco —dijo finalmente—. No es amor. No es sombra. Es hambre. Y si siente que me estás negando… vendrá por ti.
La palabra "hambre" quedó suspendida en el aire, como una maldición dicha a medias. En los rituales, el amor era un anzuelo. Y yo ya lo había mordido. Lo había mordido hasta sangrar.
—Entonces, ¿cómo se gana?
Aeren me miró con una tristeza tan profunda que sentí que se me rompía algo en el pecho.
—No se gana. Solo se sobrevive. O se olvida.
Nos quedamos en silencio. Afuera comenzó a llover. Lento al principio. Luego más fuerte. Como si el cielo llorara por los nombres que ya nadie recuerda.
Tomé su mano. La sentí fría, pero real. Como una promesa hecha de cenizas.
—Te amo, Aeren. Aunque me duela.
—Y yo a ti —respondió, apenas audible—. Por eso… quiero que corras.
—¿Qué?
—Esta noche. Cuando el reloj marque las 3:33. No mires atrás. No contestes si escuchas mi voz. Solo corre.
—¿Y tú?
—Yo distraeré al Eco. Pero necesitarás sellarlo. Solo tú puedes.
—¿Cómo?
Él tocó la marca en mi espalda. Un punto ardiente que latía como un segundo corazón.
—Con fuego. Con tu sangre. Y con tu nombre completo. El verdadero.
Me paralicé.
—¿Mi nombre completo?
—Sí. El que olvidaste cuando eras niña. El que tu madre borró de los registros para protegerte.
La lluvia golpeó la ventana con fuerza. Y supe que el reloj ya había empezado a avanzar hacia las 3:33.
El primer paso hacia Aeren fue como cruzar una frontera invisible. Un velo se rompió. No en el aire, sino en mi memoria. La habitación se distorsionó, el mundo vibró… y entonces vi algo.
No era una visión. Era un recuerdo. Uno que no sabía que tenía.
Estábamos en el lago. El mismo donde dijeron que Aeren había muerto. Pero no había agua. Solo piedra, ramas secas, y un altar tallado con símbolos antiguos. Mi madre estaba allí. Joven. Firme. Frente a ella, un grupo de personas con túnicas oscuras. Y Aeren… Aeren estaba encadenado, arrodillado, con los ojos vendados y la piel cubierta de marcas que ardían como brasas.
—No es humano —decía uno de los hombres—. Es un vínculo. Una ruptura en la carne del mundo.
—Entonces no lo destruyan —respondió mi madre—. Úsenlo.
El ritual había sido suyo. Ella no lo amaba. Lo había invocado.
Y Aeren… no era un chico perdido.
Era una ofrenda que se volvió consciente.
Salí del recuerdo como quien es arrancado de un sueño. Jadeé. Estaba de rodillas, y Aeren me sostenía con fuerza.
—Ya lo sabes —susurró—. Por eso tu madre me escondió de ti. Por eso me encerraron en tu memoria. Porque cuando eras niña… me liberaste.
El símbolo en mi espalda ardía, como si confirmara sus palabras con cada pulso.
—¿Qué pasó realmente, Aeren?
Él bajó la mirada. Su voz fue apenas un hilo.
—Tu madre me ató a su linaje. A su sangre. Pero eras tú quien tenía la conexión real. Cuando te perdiste en el bosque aquella noche… tú dijiste mi nombre. Me despertaste. Y desde entonces, viví entre tus recuerdos. En tus sueños. A veces como amigo. A veces como amor. Pero siempre… prisionero.
Lágrimas ardieron en mis ojos. No eran de dolor. Eran de traición.
—¿Por eso me buscabas? ¿Para que te liberara?
—No. Al principio, sí. Pero luego… te conocí. Y me quedé. Porque por ti… quise olvidar lo que era.
Sus palabras no tenían sombra. Solo verdad.
Me aparté un paso, el pecho a punto de estallar.
—¿Y ahora?
—Ahora ya no hay marcha atrás. El Eco viene. Él no tolera los errores. No soporta que algo como yo… ame. Y tú eres el precio de mi libertad.
—Entonces, ¿todo esto fue mi culpa?
Él negó con la cabeza. Su voz tembló:
—No. Fue elección. Y cada elección tiene un precio. El mío… fuiste tú.
La lluvia comenzó a golpear el techo como un presagio. Un latido oscuro.
Y en mi mente, el cuaderno se abría solo. Una línea nueva escrita con sangre:
"Quien ama al monstruo, termina convirtiéndose en su espejo."
Y aun así, yo no podía odiarlo.
No todavía.
Todo comenzó con un nombre. No el de Aeren. El mío.
No recordaba cuándo fue la última vez que alguien lo pronunció completo. Siempre acortado. Disfrazado. Susurrado entre líneas, como si nombrarme fuera peligroso. Como si esa palabra pudiera desatar algo dormido.
Empecé a buscar entre las cosas de mi madre. Y lo encontré. Un diario escondido detrás del altar familiar, cubierto de polvo y flores secas.
Ahí estaba la historia. La nuestra.