Capítulo 3.
1 de diciembre, 2016.
Estornudo una vez más mientras trato de abrigarme con la chaqueta que había escogido.
Acababa de salir de mi turno de trabajo y estaba muy agobiada.
No conseguía disfrutar tanto como pensé que haría, me había volcado por completo en los estudios y en trabajar que me estaba perdiendo por completo la experiencia universitaria que tanta ilusión me hacía.
¡Ni siquiera me había encontrado hueco para mi pasatiempo favorito! El baile, en todas sus facetas, verlo en alguna obra o ser yo quien encarnara los pasos que acompañaban a la música. Principalmente, lo que más adoraba era ballet. Es cierto que, lo había dejado aparcado ya en España cuando empecé la universidad y, había terminado por completo cuando comencé a fumar, aun así, iba de vez en cuando a mi antigua academia de Madrid, Ballet d’usine.
Y, sin embargo, Alicia tenía razón estaba actuando como mi padre, sólo que, yo me encerraba en una clase o en un supermercado.
Les había echado el ojo a varias escuelas de baile tanto en Internet como en el trayecto del curro a casa y a la inversa; ninguna llamaba en especial mi atención exceptuando un par.
Una de ellas, estaba a diez minutos del trabajo, llamaba mi atención el título Dance or Die; además, la fachada era extraña, te producían ganas de entrar, de resolver el misterio que proponían y, a la vez, a mí, me daba ciertos escalofríos.
Podía distinguir con claridad a una joven realizando una de las posiciones más clásicas del ballet, el arabesque, con sus dedos se simulaba que tocaba una luna creciente.
¿Por qué?
Suspiro y me aparto cuando la puerta se abre, y una avalancha de niños sale con bastante emoción; algunos se despiden de sus compañeros, imagino; otros abrazan a sus padres.
Uno de los adultos se da la vuelta con rapidez, como si hubiera detectado algo. Mira hacia mí y giro la cabeza hacia atrás cuando varios ojos miran al mismo punto.
No veo nada extraño, frunzo el ceño.
Me rasco el cuero cabelludo, ¡qué vergüenza!, no hay que ser una persona muy lista para saber que no observan algo, sino a alguien y es a mí.
Algo abochornada decido dar media vuelta y caminar rápido, procurando no tropezarme y hacer el ridículo.
¿Por qué coño no paraban de mirarme?
No lo entiendo.
Me ruge el estómago y decidida a dejar de ser el centro de atención me decido por entrar en una gasolinera donde se ve con claridad que hay una tiendecita con algún que otro snack, además necesito compresas, estoy en mis días y me quedan un par.
—¡Joder! Es que no tengo más dinero. —Es la voz de un hombre algo desgarbado.
—Usted ha llenado el depósito, ¡tiene que pagarlo! —Escucho como el dependiente se queja mientras decido qué es lo que voy a comprar.
—Es que no puedo pagarle —Saca un par de billetes y vuelve a meter uno dentro de la cartera—. ¿No ve que no llevo suficiente?
—Acabo de verle guardar un billete de cincuenta dólares. ¡Usted debe pagarme! —El dependiente se altera, lógico.
Mi estómago vuelve a rugir, observo las barritas de chocolate que llevo en la mano y suspiro. Si no fuera porque no me quedan compresas, me iría de ahí.
Me pongo detrás del hombre, a bastante distancia, con prudencia, aguardando mi turno.
Miro la hora en el móvil: casi las ocho y media.
Se me ha hecho tardísimo.
Ignoro de lo que hablan. Tengo varios WhatsApps. Dejo en leído a Harrison Sellers. Y respondo a Alicia diciéndole que estoy de camino.
Siete minutos después me responde preguntándome que qué ocurre y como ni yo misma lo sé, le indico que luego se lo diré.
—Muchacha, ¿no puedes ayudarme?
Tiene una frondosa barba y le faltan dientes. Apesta a puros y alcohol y lleva un enorme tatuaje en una de las manos, no sabría distinguir qué es.
—¿Cuánto le debe? —intervengo. Tengo hambre y mi casa sólo está a quince minutos de aquí.
—28 dólares y 45 centavos. —responde el empleado sin mucha convicción.
—¿Cuánto tienes? —Me dirijo hacia el hombre con apariencia descuidada.
Debería callarme porque: estoy intentando ahorrar, no es algo que me concierna, aquí es legal el portar un arma si tienes permiso y el permiso se lo dan a cualquiera.
En definitiva: ni yo misma sé por qué he intervenido y me encantaría volver al pasado y no tomar una de mis clásicas y estúpidas decisiones.
—Sólo puedo darle 20. —Me mira ilusionado, asintiendo con una gran sonrisa en los labios, ve mis intenciones cuando saco un billete de diez dólares.
—Cóbrame lo que le falta. —Niega con la cabeza, pero no pone objeción alguna.
Me da los veinte dólares, dejándome de encargada de su factura y se va, dándome una y otra vez las gracias.
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Editado: 04.05.2022