Las mañanas, a diferencia de las ventosas tardes, poseían un aroma hogareño, cálido y de bien estar.
Muy distintos a la melancolía y reflexividad de las húmedas tardes o la desdicha con la que las profundidades más oscuras del bosque acogía en las noches de soledad decidida.
Débiles destellos del sol se colaban como intrusos entre las ramas de los árboles, que de a poco, empezaban a desnudarse ante el mundo, silenciosas y sensuales en cada soplo que la entrada al Otoño les otorgaba.
Recostado sobre la tibia leña y rodeado de una fría neblina-totalmente contradictoria a la natural calidez que el amanecer desprendía y emanado de la propia sombría presencia-, Lobo yacía acostado, con los párpados cerrados y los sentidos al ciento uno por ciento de su capacidad. Dormitando plácidamente, sin intensiones de removerse de su lugar hasta que los primeros rastros de la deliciosa comida mañanera de Luna inundaran el lugar entero como una cascada incesante y furiosa a un cristalino lago.
No acostumbraba a dormir en casa. Durante las primeras horas de la madrugada, luego de compartir sueño en los brazos de su acogedora acompañante, se escabullía cual ladrón entre las sombras y residía en su aposento de paja y madera. Pero no volvía a dormir.
No podía.
No había podido dormir.
No desde aquel día.
De la pequeña ventanilla situada en la parte trasera de la casita de pinos, se oyó la melódica voz de Luna, quien llamaba a su pequeño para la primera comida. Ese día se sentía especialmente emocionada y no tenía conocimiento del por qué era esto así. Pero, al despertar, sintió la necesidad de verse un poco más como ella y mostrarse ante Él; arregló su larga cabellera blanquecina en trenzas sujetadas entre flores silvestre que protegía con entregado cuidado y que mantenían aún su perfume. Se enfundó en su vestido grisáceo favorito, largo y delicado, cómodo y con una sencillez que le hacía hermoso. Se esmeró un poco más en la comida de ese día y había dejado sobre la mesita, en el centro de su hogar, clavitos de canela que esparcían un agradable aroma.
Desde hacía varios días atrás había empezado a nacer dentro de ella un nuevo sentimiento que con anterioridad desconocía y hasta los momentos no había sido capaz de descifrar. Desde su primer encuentro con Lobo, aquella lluviosa noche a principios del Otoño pasado - y como al que volvían en ese tiempo-, sólo había despertado nuevas emociones que la inundaban de un tremendo pesar y decaimiento o una extrema felicidad y animación que le llenaba más que todo lo anterior. Pero, este nuevo descubrimiento era, en demasía, la más grande e incómoda a la par que maravillosa; porque no la comprendía, no sabía de qué se trataba, pero le agradaba.
ㅡ¡Pequeño, ven pronto, que enfría!ㅡle llamó una vez más, pero no habían rastros aún de Él.
En la parte delantera de la casa, a pocos metros de la puerta, Lobo, quien ya había despertado en su totalidad y que había estado dispuesto a responder al llamado de esa encantadora voz, entrando enteramente al encuentro de su Luna. Había desviado los pasos de su camino, segundos antes de ingresar, cuando olfateó nuevamente ese aroma que le había estado perturbando las noches.
Detuvo su andar y cerró sus ojos con fuerza tratando de concentrarse y encontrar el origen de esa presencia que le desconcertaba sin sentido alguno y no le permitía vivir. Presentía que le husmeaban desde la lejanía, merodeaban a su alrededor y le hacía enojar, le enojaba y no era precisamente por la invasión, si no más bien la descontrolable curiosidad que le embriagaba y le hacía actuar como un muñeco manipulado. Dio dos pasos lejos de su verdadero destino, pero no fue capaz de continuar porque la puerta fue abierta.
ㅡ ¡Oh, Aquí estás!ㅡoyó la voz de Luna, con un tono cargado de sorpresiva alegría. Y se sintió prontamente aliviado de lo conocidoㅡ. ¿Pasa algo? ¿por qué te has detenido aquí?
ㅡMe gusta.
ㅡ¿Gustar? ¿Qué es lo que te gusta?
ㅡTu voz.ㅡle habló, ahora girándose en su direcciónㅡ.
Cuando estoy perdido, me ayuda a encontrar el camino.
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Editado: 12.04.2018