Wolf Hunter

XXVII

  Acaricio suavemente con las yemas de mis dedos el fino contorno de la marca de Hunter en mi piel. Una sonrisa tonta se forma en mis labios al ver el anhelo en los ojos dorados de Kate. Aún sentadas en la blanca cama de hospital, ella mira asombrada los finos y elegantes trazos de oro que dibujan una pequeña corona agrietada en líneas plateadas. Tan rota como nosotros lo estamos. Tan fuerte como nosotros lo somos.

  —¿Qué sentiste?  —pregunta ella sin dejar de mirarme.

  Revivo de nuevo aquel confuso, pero placentero, momento y respondo.

  —Si soy sincera, no supe qué ocurría hasta que Hunter me lo confesó.

  Entonces, me mira como si fuera la persona más extraña que ha conocido. Lo que Kate no entiende, es que tras un momento tan emocional como lo propició aquel desahogo de sentimientos jamás contados, ninguno sintió nada más que amor por el otro. Sus palabras me hechizaron y sus besos silenciaron toda duda persistente de mi mente. Fue por eso por lo que no sentí ningún dolor cuando todo ocurrió. No fue hasta en más tarde cuando vi su marca reflejada en el espejo del lavabo. No obstante, no sentí ira ni rencor por no avisarme de sus intenciones, sino paz y tranquilidad al saber que no me dejaría. Al saber que yo soy suya y él es mío. Porque a pesar de las cuantiosas imperfecciones que dice tener, me siento la mujer más afortunada cada vez que de sus labios escapa la risa más hermosa que el mundo ha conocido.

 —No debería haber llegado tan lejos —murmura Rafael enfadado.

  Desde que Martha y Rafael despertaron esta mañana y vieron con amargura lo que ahora considero lo mejor de mí, no han parado de repetir, en un intento fallido de convencerme, que Hunter no es el apropiado.

 —Basta, Rafael. No quiero escuchar nada más —ordeno firmemente.

  Él resopla y Martha se apoya en la fría barandilla metálica a los pies de la camilla antes de decir:

  —Tesoro, entiéndelo. Él es tu padre, y por es por esto por lo que solo quiere lo mejor para ti. Sé que el primer amor nos embriaga y engaña con rosas y sonrisas, pero él no es el adecuado.

  Frunzo el ceño y la miro con recelo y furia. Sé cuál será su respuesta, pero algo en mí me incita a preguntar e intentar atacar verbalmente de la manera más fría y cruel que puede hacer el hombre.

 —¿Por qué no es adecuado, Marta? —hago una pausa y miro a Rafael—. ¿Cuál es el gran problema?

  —Es un bastardo.

  Una ráfaga de remordimiento atraviesa los iris de mi padre en cuanto las palabras escapan de sus labios. Más fría y dura que antes, aprieto los puños a mis costados y reflexiono sobre lo hipócrita que pueden llegar a ser algunas personas.

 —Fuera. No quiero veros —digo con firmeza, pero nadie se mueve— ¡LARGO!  —ordeno con demasiada potencia en mi voz.

  Los tres se sobresaltan y miran con sorpresa y curiosidad, pero acatan mi deseo y, con algo de trabajo, salen de la habitación para dejarme sola con mis nuevos pensamientos e ideas. Nada hará que el amor que siento por Hunter muera como lo ha hecho cada parte e ilusión en mí en el pasado. No habrá quien me separe de él ni quien tenga la osadía de ocasionarle ningún tipo de daño. El podrá protegerme, pero su vida siempre irá por delante de la mía.

  La visión de sus dos grandes ojos verdes iluminados por la alegría nubla mi mente cuando me dejo caer sobre el par de grandes almohadones blancos.

  El primer día de mi llegada a territorio lobuno, la encantadora visión de una pareja joven discutiendo, pero riendo al mismo tiempo, revivió un anhelo desconocido en mi pecho; una vibración de luz cálida y reconfortante dentro de mí; el presentimiento de que quizás, en un futuro no muy lejano, yo podría ser tan feliz como lo era en aquel momento esa mujer de rizos rubios alborotados y sonrisa radiante. Quise una vida así, pero nadie me advirtió de todas aquellas peligrosas curvas y confusos senderos sin retorno que encontraría antes de alcanzar mi objetivo.

   La primera vez que fui al instituto, la frustrante visión de decenas de mujeres hermosas, con estilo y miradas vívidas y sensuales, agravó el profundo dolor en mi pecho que, en ocasiones, me impedía respirar. Un sentimiento antiguo y melancólico por el querer y no poder; por la incapacidad de ser como ellas lo eran. Lágrimas calientes cayeron sobre la misma almohada cada noche durante largos y angustiosos años; y volvieron a surgir la noche de aquel día. Quise borrar aquella incómoda emoción, pero nadie me advirtió de todo el dolor que primero debería atravesar antes de conseguir vivir sin el remordimiento y decepción.




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