-Ahora debes soplar y pedir un deseo. Los pétalos volarán y con ellos lo hará ese gran deseo que hayas pedido. Irá al cielo y se lo hará realidad.
Miro concentrada el pequeño diente de león que sujeto entre mis finos dedos. Cuento hasta tres y retengo el aire en mis pulmones para soplar con ímpetu, esperanza y toda la fuerza que una niña de seis años puede tener. Nunca pido nada, solo trato de guardar silencio y no molestar. Eso es lo que el abuelo quiere, pero yo quiero que mamá y él me amen. Sé que no me lo merezco porque soy mala, pero voy a intentar ser mejor y poder complacerlos. Tal vez así el abuelo no se vea obligado a hacerme daño.
Acaricio con las yemas de mis dedos mi mejilla derecha y hago una mueca de dolor por el contacto.
-¿Qué pasó, cariño?- pregunta la anciana.
Niego con lágrimas en los ojos y me alejo corriendo de allí. No debería haber hablado con aquella amable mujer. El abuelo dice que no debo contarle a nadie sobre los castigos, pues si lo hago la gente comenzará a odiarme también y a hacerme daño. La verdad es que salvo el deseo de afecto, no hay nada que ansíe más que el poder hablar del desgarrador dolor que siento cada vez que recibo un nuevo golpe. Pero es lo que merezco. El abuelo dice que él no quiere hacerlo, pero soy un monstruo y a los monstruos se les hiere. Su amigo, Z, cree que si hago caso y aguanto los castigos un día estaré curada. Sin embargo, se que mi enfermedad no tiene cura. No puedo ser como debería ser: igual que ellos. Es por esto por lo que mamá me desprecia. Por lo que cada vez que cura mis heridas y roza mi piel accidentalmente siente asco.
Llego a la puerta trasera del edificio, la misma por la que Antonia y las demás cocineras entran cada mañana a trabajar. Corro rápido por el estrecho pasillo de cacerolas y cáscaras de verduras sin detenerme si quiera a experimentar el delicioso placer del aroma de la comida recién hecha entrando directamente por mis fosas nasales. Si me porto bien y no hago nada malo tal vez hoy me dejen comer con los demás niños para luego ir a jugar al parque.
¡Sería genial!
Sonrío ante la voz aguda y chillona que a veces habla dentro de mi cabeza. Ella es buena conmigo. Cuando voy a dormir canta alguna nana dulce e improvisada hasta que el dolor de las nuevas heridas cesa y consigo caer en un profundo sueño. Es ella quien me inspira a seguir cada día para alcanzar mi meta.
Seré la mejor hija del mundo y todos estarán orgullosos de mí.
-¿A dónde vas tan deprisa, pequeña puta?
Al final del pasillo se encuentra Z. El es un hombre muy grande. Incluso más alto y fuerte que el abuelo. Sus golpes duelen más que los de ningún otro.
Un escalofrío recorre mi espalda y comienzo a mirar en todas las direcciones en busca de un salida que pueda utilizar para huir. Z chasquea la lengua y sonríe burlón a medida que avanza con pasos lentos y decididos hasta mí. En cambio, yo avanzo hacia atrás de manera torpe y ridícula. Justo como yo soy.
-Te he hecho una pregunta- dice de nuevo y me aprisiona contra su pecho cuando intento correr.
Sollozo a sabiendas de lo que va a ocurrir. Pataleo y empujo mi cuerpo fuera de su agarre, pero mi fuerza no es nada comparada con la suya. En lugar de conseguir escapar, él estalla en carcajadas tenebrosas y roncas cuando me deja caer al suelo en el centro de su habitación.
Con un gemido de dolor y lágrimas derramándose por mis mejillas, consigo levantarme y esconderme debajo de su cama. Después, observó como sus zapatos negros y brillantes vuelven hasta la puerta para cerrarla con llave.
Eso significa que no quiere interrupciones, porque lo que va a hacer es largo y doloroso.
Entonces, se para a los pies de la cama y, con un rápido movimiento, tira de mi tobillo derecho y me arrastra hasta su posición. Cierra su puño entre los mechones de mi cabellera oscura y tira de mí hasta ponerme de pie. Mi cuerpo tiembla con anticipación y mi mente vuelve a recalcar la gran diferencia de estatura entre el y yo. Aunque soy alta para mi edad, mi cabeza apenas llega a su cadera cuando estampa mi rostro contra la prieta tela áspera de sus pantalones.
-¿Lo notas?- pregunta él.
Yo asiento como puedo entre sollozos incontrolables.
-No te oigo, basura. Quiero que me digas exactamente qué es lo que notas.
Frunzo el ceño sin comprender y lo miro con los ojos muy abiertos por el miedo y la confusión. Z resopla y vuelve a golpear mi rostro contra su cuerpo con mayor grado de violencia. No puedo respirar. Abro las palmas de mis manos en sus muslos y empujo hacia atrás en busca de aire. De repente, cuando creo que voy a morir asfixiada, Z tira de mi pelo y vuelve a preguntar:
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Editado: 16.05.2018